El año es un trayecto. Un recorrido que va del primer día al último, que avanza inevitablemente de un extremo al otro porque su sustancia es el tiempo y el tiempo, ya se sabe, no se detiene, corre como una flecha de enero a diciembre y, una vez que completa el recorrido vuelve a comenzar.
El tiempo, que mueve al año no se detiene nunca, a pesar de los intentos del artista plástico Stajirinski, que nos presenta una serie de carátulas de reloj sin manecillas, o esa celebrada imagen de Salvador Dalí donde aparecen unos relojes flácidos, que han perdido la tensión porque el tiempo ha huido de sus maquinarias.
El tiempo no se detiene pero nosotros sí, y aunque vamos atados al paso trepidante del año, podemos ignorarlo, dejar de registrar su paso y desplazarnos a lo largo de los meses de otra forma, y no solamente como esa flecha imparable que solo se desplaza hacia adelante.
Caminar sin rumbo es una buena forma de ignorar el tiempo y hay diversos métodos para hacerlo, como he contado alguna vez en esta misma página. En la ciudad de Toronto hay un club de strollers, del que soy miembro, de gente que camina sin rumbo para, entre otras cosas, ignorar el paso del tiempo. Ignorar el tiempo es, de cierta forma, detenerlo. Stroller es aquella persona que se echa a caminar sin rumbo definido por una ciudad; quien lleva un rumbo definido, de su casa al trabajo por ejemplo, simplemente adopta el desplazamiento de la flecha, cuyas metáforas serían el autobús, el metro, el automóvil, el patinete con motor; todos estos vehículos van a la velocidad que impone el año y, igual que éste, recorren de un extremo al otro la misma ruta; no solo no ignoran al tiempo sino que lo espuman. En cambio el stroller al no llevar un rumbo definido, ni un tiempo determinado para ejecutar su desplazamiento, se libra de la tiranía de la flecha.
El strolling es un arte típicamente torontiano porque Toronto, según decía el extraordinario pianista Glenn Gould, es una ciudad muy nueva, sin mucha historia, que permite ignorarla a quien la camina; no nos distrae con sus monumentos y sus edificios antiguos, es una ciudad simple, perfecta para el strolling. Curiosamente Glenn Gould, que era de Toronto, interpretaba las Variaciones Goldberg, de Bach, como si estuviera haciendo un strolling por la ciudad, como puede comprobar en este instante cualquiera que tenga una cuenta de Spotify. Aquí tenemos otro método para librarnos de la tiranía de la flecha del tiempo: escuchar a Bach.
El club de los strollers es una asociación espontánea, sin fichas de inscripción, ni credenciales, ni reglamentos, ni estadísticas, ni tabla de posiciones; nadie le gana a nadie y cada quien compite, si se da el caso, contra sí mismo. Estos curiosos personajes, que ignoran en solitario la flecha del tiempo, se encuentran, de manera aleatoria, en un bar o en un café, y se reconocen por la forma en que llevan desgastado el tacón de los zapatos, lo cual nos indica que el verdadero stroller usa zapatos duros, quizá botines como los que llevaban los flâneurs o los saunterers, aquellos grandes caminantes del siglo XIX, y también nos indica que el stroller usa siempre los mismos zapatos, para ir acumulando ese desgaste del que depende su prestigio. Pero también nos indica otra cosa: que estos individuos, cada vez que entran en un café o en un bar, se dedican a observar, con cierto disimulo, los tacones de la clientela y, en cuanto descubren un correligionario, le hacen un gesto, una señal que quiere decir: aquí estamos, existimos y nadie ni nada, ni siquiera la tiránica flecha del tiempo, va a doblegarnos; y después de ese gesto, de esa señal, sigue cada quien con su camino.
Otra regla de oro del stroller es que nunca se debe caminar acompañado, a menos que el desplazamiento se ejecute en absoluto silencio, como sucedía con aquella pareja ilustre de caminadores, el escritor Beckett y el escultor Giacometti, que se recorrían París, de punta a punta, sin decirse una sola palabra.
En esta revisión de los métodos para esquivar la tiránica flecha del tiempo, hay que incluir a los predecesores de los strollers, que mencioné más arriba: los flâneurs, que son los caminantes, de raigambre parisina, que recorren sin rumbo las ciudades, como Beckett y Giacometti, o como Gérard de Nerval, que empezaba a caminar en una calle de París y terminaba, doce horas más tarde, en la periferia de Versalles.
Los otros predecesores son los saunterers, que son como los flâneurs de los bosques, estos no se encuentran ni en los bares ni en los cafés, ni en las calles; a veces coinciden en un cruce de caminos. El saunterer más emblemático es Henry David Thoreau, ese escritor y activista estadunidense que se construyó una famosa cabaña en el bosque, con los materiales que recogía en sus caminatas, cerca del lago Walden; aquella cabaña era, por los materiales con que estaba construida, parte integral del entorno y el escritor practicaba ahí la destrucción de la flecha del tiempo, vivía solo y dedicaba muchas horas al día a caminar sin rumbo, y cuando pasaba por su puerta otro saunterer y le pedía un vaso de agua, Thoreau le ofrecía un cucharón de sopa y, sin decir ni una palabra, señalaba en dirección al lago.