Había en la vieja Tenochtitlan una banda de magos, hechiceros de espectro negro, que se dedicaba a la innoble actividad de asaltar casas, en la época anterior a la Conquista, cuando los aztecas estaban consolidando su imperio. La ciudad era ya un monstruo que ocupaba el centro del valle y tenía alrededor de un millón de habitantes, y también operaba desde entonces ese poder centralizador que mantiene hasta hoy.
Aquella banda de ladrones, que tiene un indiscutible aire fundacional, echaba mano de sus poderes de una forma artera: por medio de un hechizo paralizaban a los inquilinos, que a pesar de no poder moverse veían y entendían lo que sucedía a su alrededor, para poder saquear con tranquilidad y, en ocasiones, según cuenta Bernardino de Sahagún, abusaban de las mujeres de la casa.
Esto sucedía a principios del siglo XVI en esa ciudad que, aquella tribu proveniente de Aztlán, edificó contra todo pronóstico; cuando llegaron los Aztecas nadie los quería tener cerca, fueron arrinconados en la parte lodosa e insalubre del lago, y ahí, en ese terreno infame, levantaron a base de chinampas, puentes y mucha garra, el corazón de lo que sería la gran metrópoli. Se antoja asociar aquella proeza arquitectónica, aquella desbordante energía, a la resistencia que observa el chilango en la actual Ciudad de México.
Así como de la vieja Tenochtitlan nos llegan palabras que se han integrado al español chilango, y mexicano en general (itacate, petate, cacle, chichi), nos llegan también una serie de costumbres y situaciones que siguen teniendo cierta vigencia a estas alturas del siglo XXI.
Por ejemplo, el etnólogo francés Jacques Soustelle nos cuenta (La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista, 1955) que una de las características de las casas de Tenochtitlan era el frío que hacía en su interior; los mexicas usaban un brasero, que era insuficiente para caldear la atmósfera, y pasaban las noches, envueltos en una manta, tiritando encima del petlatl. El interior helado de las casas sigue siendo una constante en Ciudad de México, con frecuencia hace más frío dentro de la casa que fuera, y yo, desde una perspectiva estrictamente personal, paso más frío en el DF que en Toronto o en Dublín, donde el ciudadano asume que hace frío y que es necesario protegerse. La casa helada nos viene directamente de Tenochtitlan: no se sabe si la conservamos por inercia o como homenaje a la tribu que llegó de Aztlán.
También nos llega desde allá la costumbre de tatuarse, cuando menos la de las mujeres de la ciudad que, adoptando una moda del pueblo Otomí, se tatuaban el cuerpo, con un complemento que no ha llegado, quizá por fortuna, hasta nuestros días: se pintaban los dientes de rojo o de negro.
El emperador en Tenochtitlan, como es bien sabido, se llamaba Tlatoani, un término que viene de “tlatoa”, que quiere decir “hablar”, con lo cual tenemos que el emperador, el presidente de la República en nuestro tiempo, es, etimológicamente: “El que habla”. Si se piensa en las mañaneras del presidente López Obrador, el gracejo se explica solo.
Parece que nuestra famosa impuntualidad también tiene su fundamento en Tenochtitlan, pues los antiguos mexicanos no tenían relojes ni ningún ingenio o mecanismo que midiera el tiempo con cierta exactitud, se usaban nociones vagas como “a media mañana”, o a “media tarde”, un generoso marco temporal que, a pesar de la cantidad de instrumentos que hoy nos dan la hora con toda precisión, seguimos utilizando.
La cosmogonía de aquella época sigue activa en nuestra psicología, los antiguos mexicanos vivían determinados por el destino, el mundo se acababa y recomenzaba cada 52 años, todo iba a terminar inevitablemente con un cataclismo, con una inundación o con un temblor de tierra; el tiempo no corría en línea recta como lo hace en la sociedad occidental, sino en un círculo que empezaba y terminaba para volver a empezar; tampoco había al final de todo el consuelo religioso del paraíso, solo lo había para ciertas personas, para los guerreros, por ejemplo, que reencarnaban en un colibrí, la mayoría de los mortales terminaban en el noveno infierno, en el último círculo del oscuro Mictlán. Los antiguos mexicanos vivían emocionalmente a salto de mata, “de ahí este sentimiento de inseguridad de que está impregnada toda la civilización mexicana reciente, pues nadie olvida, en ningún momento, que el quinto universo está destinado a desaparecer como los cuatro primeros soles, y que su fin puede ser tal vez mañana”, escribe Jacques Soustelle (Los cuatro soles, 1967).
Si todo se va a acabar pronto, ¿para qué hacer nada? Frente a esta configuración psíquica resuena la dejadez, la precariedad, lo mal hecho, la incapacidad para proyectar a largo plazo, el “ya ni modo”, el “ya qué”, el “la vida no vale nada” que con tanta sustancia histórica cantaba José Alfredo Jiménez.
Regreso a Tenochtitlan, a esa banda de ladrones que hechizaba a sus víctimas para desvalijarlas y abusar de las mujeres de la casa, una historia llena de violencia que habla de esa parte canalla que ha tenido, desde su origen, nuestra ciudad, quizá desde el momento en que Quetzalcóatl, el dios civilizado, inventor del calendario, de la escritura, de las artes, fue expulsado por Tezcatlipoca, su contraparte, que se encontraba muy a gusto en la oscuridad.