La palabra griega symposion, simposio, que hoy significa, según el diccionario, “conferencia o reunión en que se examina y discute determinado tema”, quería decir originalmente: “beber en compañía”.
El simposio era una costumbre griega que se practicaba después de la comida, en la sobremesa, cuando los comensales renovaban sus copas de vino para seguir con la conversación, que a veces duraba toda la tarde y, en ocasiones, llegaba hasta la hora de la cena. El banquete, el famoso diálogo de Platón, tiene lugar durante un simposio.
Es difícil no ver en el simposio el origen de la sobremesa mexicana, esa entrañable costumbre que no se aplica en otros países, ya ni siquiera en España, que nos la heredó después de haberla heredado de los griegos. En los restaurantes españoles el cliente come y, después del postre y el café, es invitado a irse porque a las cuatro de la tarde se cierra el establecimiento, que vuelve a abrir sobre las ocho, para servir la cena. Al no haber sobremesa el comensal se retira a su casa, o a su oficina, a hacer la siesta, otra costumbre entrañable que sí se ha sabido conservar en España.
El poeta Alceo de Lesbos, del siglo VI a. C., invita al asistente al simposio a que, después de beber una buena cantidad de vino, recline sus “sienes sobre un blando cojín”; lo invita, me parece, a hacer la siesta, a dormir la mona para que se le baje el vino y, una vez despejado, pueda reintegrarse con normalidad a sus actividades. Aquí tenemos el objetivo noble de la siesta, que además de desestresarnos y alargarnos la esperanza de vida, nos desemborracha.
Pero en México más que de siesta somos de simposio, con sus debidas licencias, y es bastante normal prolongar la conversación de la comida y las copas, durante toda la tarde, y una vez alcanzado cierto clímax, seguirse hasta bien entrada la noche, lo cual, aunque conserva escrupulosamente el concepto, “beber en compañía”, desborda los límites temporales del simposio griego. En el simposio mexicano se beben aguardientes digestivos, que alargan y euforizan la conversación, y en cambio los griegos, contemporáneos de Aristipo y de Platón, bebían solamente vino, una bebida que adormece después de cierta cantidad, por esto es que Alceo de Lesbos recomendaba reclinar “tus sienes sobre un blando cojín”. En el simposio mexicano, luego de una tarde de whiskys o mezcales, no se reclinan las sienes sobre un blando cojín, más bien las sienes, con todo y la cabeza, se van súbitamente a pique sobre lo que haya debajo, la mesa de mármol o el platito de los cacahuates.
Los griegos, en el simposio o fuera de él, bebían el vino rebajado con agua, porque consideraban un valor fundamental el beber sin emborracharse, sin perder la compostura y manteniendo el hilo de la conversación y, sobre todo, procuraban que el diálogo transcurriera sin gritos ni altisonancias. Anacreonte, del siglo VI a. C., nos informa, en uno de sus poemas, la proporción de la mezcla del vino: “Échale diez cazos de agua y cinco de vino, para que, sin excesos, de nuevo celebre la fiesta Baco”.
La mezcla se hacía en una crátera, una tinaja que se ponía en el centro de la mesa para que cada quien rellenara su copa de vino aguado, porque el vino puro era la droga dura que bebieron, por ejemplo, los centauros en una boda en Tesalia; bebieron una copa tras otra hasta que, ya medio intoxicados, se pusieron a corretear en mal plan a las muchachas de la fiesta. Ulises ofreció al cíclope Polifemo una crátera de vino puro para emborracharlo, y ya que lo tenía suficientemente atontado, le clavó la lanza en su único ojo. Es probable que el simposio mexicano se parezca más a la mitología que al simposio griego, seguramente porque persigue el objetivo contrario: beber para emborracharse, perdiendo toda compostura y conversando a gritos, de manera desestructurada y a las grandes risotadas. Un integrante estándar de la sobremesa mexicana, se parece más al centauro de la boda o al cíclope Polifemo, que al Platón de El banquete. A partir de estos dos bebedores mitológicos de vino puro, podría establecerse un saludable baremo: cuando veas a las muchachas desde la altura del centauro, o empieces a mirar la realidad con el ojo único del cíclope, es que ha llegado el momento de retirarse del simposio.
Eubulo dejó establecido, en un poema del siglo IV a. C., el efecto progresivo de las cráteras de vino: “La primera, la que se apura al comienzo. La segunda es de amor y placer. La tercera, de sueño. Después de tomarla los invitados sensatos regresan a casa. En la cuarta se pierde el dominio, es la de la insolencia. La quinta es la del jaleo. La sexta, la de los bailes por la calle. La séptima la de ojos morados. La octava, la de los alguaciles. La novena la de la cólera. La décima del frenesí. La siguiente, del delirio…”.
Como puede comprobarse los tiempos de la borrachera se han mantenido intactos desde hace 2 mil quinientos años; si cambiamos “los alguaciles” por “los policías”, nos queda el poema épico del simposio mexicano.
Pero es quizá en estos versos de Alceo de Lesbos, donde los dos simposios, el griego y el mexicano, se entrecruzan, en una imagen áspera que podría haber firmado, dos siglos y medio después, José Alfredo Jiménez: “y llena los vasos hasta el borde, y que una copa empuje a la otra. El vino, pues, es el espejo del hombre”.