
Cuando llegue el fin del mundo va a sernos más útil una semilla que un iPhone. En la espesa conversación, que acapara hoy tertulias y páginas de periódico, sobre los pros y los contras de la Inteligencia Artificial, cabría hacer esta pregunta: cuando llegue el fin del mundo y se acabe la energía eléctrica y se funda la Red, y todo quede destruido, ¿de qué va a servirnos la famosa inteligencia artificial? Lo que va a servirnos entonces, si acaso, es la inteligencia de toda la vida, ese patrimonio de la especie del que ya echaban mano Tales de Mileto y el Homo erectus cuando logró encender el fuego primigenio.
En la isla de Spitsbergen, en Noruega, a 1300 kilómetros del Polo Norte, hay un enorme depósito de semillas en el que se conservan un millón de variedades, de 6,000 especies distintas, que provienen de todas las zonas del planeta. En el último siglo ha desaparecido el 75 por ciento de las especies vegetales del planeta, de aquí la urgencia del acopio. Este depósito, conocido como Banco Mundial de Semillas de Svalbard, o Bóveda en inglés (Svalbard Global Seed Vault) es el arca de Noé que va a seguir ahí, para eso está diseñada, cuando todo lo demás se haya acabado. Se trata de una copia de seguridad del reino vegetal, un respaldo físico que tiene más posibilidades de resistir el cataclismo que el tumulto de datos que abarrota la Nube que, como a todas las nubes, va a llevársela el viento.
Aquí hay un planteamiento elemental: por más que avance la tecnología, y aunque tengamos la impresión de que el universo digital nos libera del cuerpo, seguimos arraigados a la materia, como lo hemos estado desde el principio de los tiempos.
Pongámonos en el día después del fin del mundo: el último sobreviviente, abriéndose paso en las tinieblas, con su iPhone inservible pesándole en el bolsillo, llegará al arca y cogerá una semilla, ese prodigio tecnológico cuyos circuitos generan la vida y, como hizo el primer agricultor de la especie, comenzará a sembrar la tierra: inaugurará, de nueva cuenta, la historia de la humanidad.