Cultura

Del capitán Cortés al sub-Marcos

  • Columna de Jesús Gómez Fregoso
  • Del capitán Cortés al sub-Marcos
  • Jesús Gómez Fregoso

Desde lejanos antieres, cuando conocí Chiapas, quedé maravillado por sus bellezas; aun el zoológico de Tuxtla con su gran carpa de arácnidos y su sección de serpientes, todo de Chiapas, me sentí conquistado. Las 59 lagunas de Montebello, la Cascada Azul, la selva; el encanto de Palenque y Toniná me marcaron de por vida. A la fecha no he logrado visitar Bonampak y Yaxchilán, pero confío en hacerlo.

Siempre me ha golpeado el contraste entre las maravillas naturales y los restos de la arquitectura maya con la pobreza de los chiapanecos. Me sigue doliendo la miseria de esos mexicanos cuando tenemos al hombre más rico del mundo en este México de tan injusta repartición de las riquezas.

Cuando Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo caminaban a las Hibueras, los chiapanecos tenían ya siglos de padecer la opresión del aplastante imperialismo azteca. Poco después llegó Bartolomé de las Casas, sucesor de Montesinos en Santo Domingo que valientemente, un día de Navidad, apostrofó a los encomenderos españoles: “vosotros, todos, estáis en pecado mortal por la opresión contra los naturales”. No es gratuito que la población de San Cristóbal haya recibido el apellido “de las Casas”. Durante los siglos coloniales, Chiapas, lejos de los centros mineros, fue de las regiones menos favorecidas y, después de 1821, la región del Soconusco mucho dudó entre formar parte del Imperio Mexicano o anexarse a la Confederación Centroamericana. A principios del siglo XX, al obispado fundado por Fray Bartolomé , llegó otro obispo de talla excepcional: Don Francisco Orozco y Jiménez, quien un buen día, en pleno apogeo del Porfirismo, se presentó en el Palacio Nacional, con sus ropajes episcopales, para interceder por sus chamulas y, entre otras ventajas, logró que la sede de su obispado, San Cristóbal de las Casas, fuera una de las primeras ciudades, si no la primera, que después de la Ciudad de México, tuviera luz eléctrica. Luego el valiente obispo pasó a Guadalajara y sus enemigos no pudieron olvidar su desplante ante Porfirio Díaz a favor de su gente y le pusieron el apodo de “Chamula”. No olvido que Margarito Ramírez, gobernador de Jalisco en lo más álgido de la Cristiada, me dijo: “en esos años Jalisco tuvo la desgracia de tener un obispo muy macho”.

Años después llegó otro gran obispo: el señor Don Samuel Ruiz, que, como escribió Guadalupe Loaeza, “es el hombre con peor gusto para vestirse, sobre todo por sus corbatas, pero es todo un gran señor, un señorón en la defensa y promoción de su gente”.

En otra línea, llegó también el Sub- Marcos, del que tanto se ha escrito.

Sólo diré que en esas tierras de Fray Bartolomé, del gran Orozco y Jiménez y del muy grande también Samuel Ruiz, al que tuve el privilegio de conocer, me sacudió la pobreza y miseria que se respira. Me impresionó leer varios letreros “no a la autopista San Cristóbal-Palenque”. No conozco la realidad chiapaneca: la relación de los chiapanecos con los gobiernos federales; no tengo idea de las relaciones de poder, de los sistemas de dependencia, de los programas sanitarios, de la opresión e injusticia, de la verdadera libertad electoral, de la auténtica representación. Algo que me impresionó fue que, en las casi dos horas de carretera de San Cristóbal a Montebello, conté más de veinte diversas denominaciones religiosas: una división impresionante que sin duda en nada los favorece: debe haber frecuentes agresiones mutuas y muy difícil colaboración.

Me maravillan las bellezas naturales de Chiapas y me duele profundamente la miseria de sus habitantes, de sus niños deteniendo autos en las carreteras para vender plátanos o pedir cinco pesos como peaje para poder avanzar.

Mucho, muchísimo hay que edificar entre los últimos mayas, que ni idea tienen de sus ancestros; pero no puedo olvidar lo que decía Luis Cabrera, ideólogo carrancista, en la Convención de Aguascalientes: “después de la Independencia, el mexicano ha sido el gachupín del indio”. En Chiapas, más que en otras regiones de México, los caciques y los gobiernos han aplastado esta gente. El gran jefe Pakal, desde su tumba en el majestuoso Templo de las Inscripciones de Palenque, se debe estar retorciendo de rabia y desesperación, al ver la miseria de su pueblo. Fueron los amos y ahora son los más desfavorecidos.

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