En mayo pasado leí Seamos felices mientras estamos aquí, crónicas del exilio (Debolsillo, 2011), de Carlos Ulanovsky, con una mezcla de pasmo y alegría. Pasmo porque comprobé que el periodista argentino repasó, casi como en una bitácora, uno por uno, los rasgos más salientes de la cultura mexicana, sus numerosos defectos y, acaso, sus más numerosas virtudes; y alegría porque —no sé la razón— me iba contentando al enterarme de que, pese a todo, mis paisanos setenteros no fueron tan malos anfitriones de los Ulanovsky y tal vez de muchos otros argentinos que llegaron luego de pasarla mal con el miedo y que la iban a pasar peor si allá hubieran permanecido.
Esta crónica del exilio tiene una estructura peculiar. Está conformada por 26 trancos, cada uno de ellos articulado en dos partes: la primera, escrita en 1982 todavía en el DF, y la segunda, escrita en 2001 ya en Buenos Aires. La primera parte de cada sección, digamos, es una crónica de lo (casi) inmediato, pues Ulanovsky describe aquello que ha ocurrido y sigue ocurriendo con él y su familia en la capital de México y otros puntos relativamente próximos, como Acapulco; las segundas partes —que en este caso sí son buenas— tienen una textura de memoria, de recuento.
Más allá de hacer una crónica sobre la crónica, se puede ver de manera amplia que el relato de Ulanovsky es un engarzamiento de preguntas, de dudas, de vacilaciones, es cierto, pero también de certezas. El cronista mira su experiencia, como es lógico, atravesado por sentimientos polares: por un lado la aceptación, la terrible aceptación del miedo que lo obligó a salir y la culpa de saber que allá, en la Argentina, quedaba una realidad atroz como flagelo de la patria; y por otro, la gradual felicidad de haber encontrado en México un país hospitalario, lleno de oportunidades, relativamente pacífico y estable y en gran medida pintoresco hasta en sus errores.
Seamos felices mientras estemos aquí, el libro más argenmex que he leído en mi vida, es un honesto homenaje a México y es más que eso: una declaración de amor a dos realidades: una, la que recibió a Carlos Ulanovsky y su familia en el exilio; y otra, la realidad argentina que vio pasar una noche sangrientamente oscura de seis años y que hoy, pese a los descalabros, sigue mirando hacia el futuro, un futuro que de 1977 al 1983 Ulanovsky —”periodista e hincha de Racing”, como dice en su espectacular página web— imaginaba preocupado y nostálgico desde un departamento del DF.
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