En mi infancia, y en la infancia de todos mis contemporáneos, era común que viéramos reiteradamente los mismos productos audiovisuales, llámense películas o programas de televisión.
No era posible, claro, que eligiéramos el día y la hora para ver tal o cual obra ante la pantalla de la sala familiar o de la sala cinematográfica, pues todavía no disponíamos de sistemas de reproducción (videocaset o DVD) o programación a la carta del tipo de Netflix, así que nos contentábamos con lo que estaba disponible en el horario habitual de la tele o en la cartelera de las salas de cine.
Además, la cantidad de contenidos no parecía, como hoy, infinita, así que podíamos ver año tras año algunas películas de cajón: todos mis contemporáneos nos echamos al menos diez veces las de Pepe el Toro o, en semana santa, Marcelino pan y vino, cinta que nos hacía llorar aunque ya supiéramos desde el principio que nos haría llorar.
Esta es la razón por la que mis contemporáneos guardan en su memoria lo mismo que yo guardo.
Uno de los recuerdos compartidos es, quizá, el nombre de Mauricio Magdaleno, quien en muchas películas del Indio Fernández aparecía en los créditos como guionista.
Y sí, lo fue de filmes como Flor silvestre, María Candelaria, Pueblerina y muchos más. Como Gabriel Figueroa en la fotografía, Magdaleno era el otro brazo del cineasta coahuilense a la hora de trabajar una película, y fuera del fugaz crédito al inicio de las cintas (antes los créditos totales aparecían cuando arrancaba la obra) nada sabía yo con certeza sobre Mauricio Magdaleno.
Sólo sabía de él, sin haberlos leído hasta ahora, que era autor de los libros de narrativa El resplandor y El ardiente verano.
En los días recientes he subsanado en parte tal laguna con la lectura de Las palabras perdidas (FCE, México, 224 pp.), que insumí en su primera edición (intonsa) de 1956, libro que además tiene un apéndice con fotos y cada capítulo, de los 24 que contiene, ofrece un hermoso grabado del maestro Alberto Beltrán. Ha sido una sorpresa redonda, tanto que ya la tengo considerada mi mayor placer literario de agosto/2024.
Con una prosa intensa, elegante, ágil y no desprovista de contrapuntos entre la desolación y el humor, Magdaleno reconstruye la odisea emprendida para instalar a José Vasconcelos en la silla presidencial.
Aquello ocurrió hace casi cien años, en 1929, y, como bien lo sabemos, terminó en fracaso.
Magdaleno nació en Tabasco, un pequeño municipio del estado de Zacatecas, en 1906, y murió en la Ciudad de México hacia 1986, justo a los ochenta de su edad.
Su padre acusó inquietudes políticas, fue simpatizante de Obregón, así que sus hijos Mauricio y Vicente, apenas atravesados los veinte años y junto a varios veinteañeros más, habían sido arrastrados por la pasión política en un México de rebatingas por el poder que tuvo como momento señero el magnicidio en La Bombilla perpetrado contra la figura del presidente electo, lo que fortaleció a Calles y alebrestó a sus opositores de cara al proceso electoral del 29.
El final es triste, diríase que hasta dramático.
El día de las elecciones fue el 17 de noviembre del 29, y con él llegó la derrota cimentada en el chanchullo más directo, el de la inhibición del voto por medio de la fuerza.
El callismo, por medio del portesgilismo, distribuyó saboteadores armados en todos los puntos del país donde sentían que había prendido la prédica vasconcelista, y así el desenlace fue anticlimático porque ni Vasconcelos no nadie dio respuesta armada al obvio fraude. Mauricio Magdaleno, quien vivió la jornada electoral en el noreste, por Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, anduvo en ascuas, a salto de mata y en espera del levantamiento por un tiempo, pero nada ocurrió.
Conocemos la historia que vino poco después: Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez fueron impuestos por Calles, quien mantuvo así su poder hasta que se topó con el bigote de Lázaro Cárdenas.