Recién esta semana me enteré de que el estereoscopio fue un divertimento inventado en el siglo XIX, una razón para admitir que su popularidad fue larga, pues alcanzó a llegar hasta la infancia de los ahora cincuentones+.
Lo que sé ahora sobre el aparato se debe al encuentro de Underwood & Underwood.
Una visión estereoscópica de México (Universidad Iberoamericana, México, 2012, 126 pp.), libro de lujo presentado en una caja que además contiene un estereoscopio igualmente fino y eficaz en su diseño.
No exagero si digo que el conjunto es una exquisitez, incluida la caja.
De edición impecable, el libro y el estereoscopio tienen un formato de trece por quince centímetros, casi cuadrado; fueron impresos en un papel de calidad muy superior a la habitual en los libros comerciales.
Pero más allá de estas delicadezas de suyo bienvenidas, su contenido es harto interesante.
El libro contiene un estudio introductorio con abundantes notas de Teresa Matabuena Peláez, quien además hizo la selección de las imágenes para el estereoscopio.
Matabuena Peláez recorre con detalle la historia del objeto. Consigna que en 1838 fue el inglés Charles Weathstone quien fraguó el primer estereoscopio, cuyo sistema recurría a los espejos.
Luego, claro, llegaron otros creadores —como David Brewster— que le introdujeron cambios, aunque sustancialmente se basaran en lo mismo: el sistema binocular.
El producto no tuvo un arranque prometedor, pero fue en la Exposición Universal de Londres, hacia 1851, donde la reina Victoria vio uno y quedó maravillada.
Luego de esto, la fama del invento se acrecentó notablemente hasta convertirse en un producto común en muchos de los hogares primero ingleses, luego europeos y después americanos.
La etimología de “estereoscopio” es griega: “estereo” quiere decir “sólido”, y “scopos”, “ver”.
Esto significa que las imágenes vistas a partir de aquel aparato tienen la peculiaridad de parecer tridimensionales, con relieve, como “sólidas”, tal y como vemos en la realidad.
Aquí paso a un punto difícil de esta reseña: explicar cómo funciona el estereoscopio y por qué fue (es) fascinante.
Bien sabemos que, así sea por muy poco, nuestros ojos ven desde dos lugares distintos; podemos comprobarlo con un experimento simple:
delante de su cara coloque la mano izquierda abierta, de canto y de lado, de manera que el pulgar quede a unos dos o tres centímetros de la nariz.
Luego cierre alternativamente los ojos. Notará que con el ojo izquierdo ve sólo la parte exterior de la mano, y con el derecho, la interior.
Los dos ojos abiertos sirven para dar volumen a los objetos, y esto es lo que nos permite, por ejemplo, percibir la distancia cuanto asimos cosas.
Claro está que México no quedó al margen del estereoscopio.
Muchos fotógrafos vinieron a hacer tomas de nuestra circunstancia, de nuestros paisajes, de nuestra arquitectura.
Eran enviados por compañías establecidas en urbes como Nueva York, desde donde controlaban el mercado de los estereoscopios y de las fotos.
Fue el caso de Underwood & Underwood, cuyos hermanos, Bert y Elmer Underwood, crearon una especie de “biblioteca de los viajes” para ver allí todos los sitios del mundo que juzgaban interesantes, con más de setenta lugares de los cuales se ofrecían cien fotos por cada uno, un verdadero tour por el planeta.
Una de las series con cien imágenes (una book- box) llevó como título Mexico Through the Stereoscope. En 2012, la Ibero México, gracias al trabajo de Teresa Matabuena, hizo una selección de treinta imágenes y sumó un estereoscopio para verlas.
Hoy podemos viajar con mucho mayor facilidad, hoy podemos ver películas, millones de fotos y documentales de cualquier realidad, e incluso creemos que —para decirlo con una palabra del filósofo alemán Hartmut Rosa— es completamente real la “disponibilidad” de todo lo que existe, pero entre 1850 y 1920, pongámosle ese lapso, los seres humanos se asombraron al ver y casi tocar con sus pupilas, gracias al estereoscopio, un mundo que era mucho más grande, variado e “indisponible” de lo que imaginamos.
Fue, sin duda, una revolución del conocimiento ahora muy poco valorada, pues nadie se acuerda hoy de Charles Weathstone ni de los hermanos Underwood.
El trabajo de Teresa Matabuena, por suerte, los rescata para nosotros del olvido.