El filósofo francés Éric Sadin ha escrito sobre La vida espectral, la sociedad que se construyó al volcar toda nuestra vida en el mundo digital, incluidas las protestas.
El dominio de los algoritmos ha llegado a la sofisticación de inyectarnos ideología sin resistencia de nuestra parte y de anular con ello el espíritu crítico para amoldarnos a deseos que creemos propios, pero que han sido inoculados sin coerción, de forma invisible, con un simple smartphone como amable caballo de Troya en nuestro ser.
Es en este difuso terreno, el de la vida espectral, donde se desarrollan hoy los principales encontronazos de la llamada “batalla cultural”.
El nazi criollo Agustín Laje, que pronto hará las delicias del público facho de Monterrey, habla de la susodicha “batalla cultural” como un espacio de debate ideológico ganado hasta ahora sobre todo por las universidades, algunos medios y parte del mundillo del espectáculo (Oliver Stone, Emma Watson, Rubén Blades, Residente…).
El pequeño Hitler argentino Laje y sus adictos meten en un solo costal todo el llamado “wokismo”, tendencia que desean abolir, y para ello se valen de sus excesos, de sus argumentos más especiosos:
“Si un tipo de sesenta años se autopercibe como niño, ¿le permitirías jugar en la alberca con tu hija de siete años?”, “Ayer un negro mató a un blanco, esto demuestra que los negros deben ser segregados”, podrían ser argumentazos del antiwokismo.
Como lo demostró Milei en su alegato de Davos, discurso asesorado por Laje, los gays son pedófilos y esto se puede demostrar con el caso de un gay pedófilo.
Para ellos, un hecho individual es suficiente para cerrar la puerta a cualquier sujeto que no se asuma como heterosexual y monogámico.
Así argumentan, con anécdotas de sobremesa y ejemplos personalizados.
Para mí, el mentado wokismo en realidad no es un bloque ideológico compacto, sino una serie de ínsulas, de espacios de debate que a duras penas configuran un archipiélago más o menos desgajado y amorfo de luchas por un montón de derechos y reivindicaciones.
Más de un intelectual ha destacado que la pulverización de causas, como las abrazadas por el wokismo, ha invisibilizado un imperativo más general: asumir la conciencia de clase seguida de la disputa por los medios de producción y el poder político.
Con una o dos luchas específicas (por los animales, por los derechos de los niños, por el uso de la bicicleta, contra la pena de muerte…) alcanza para sentir que se hace algo.
Son, claro, cosquillas al poder, un poder fascinado por permitir y hasta por fomentar esa dispersión que despresuriza la rebeldía y en el fondo la torna inocua, pues no mueve ni un pelo a los dueños del mundo.
Se da el caso, incluso, de que la rebeldía se convierta en producto rentable: lo que se opone al mercado también termina siendo un producto del mercado, playera con la foto del Che Guevara o taza con los colores del arcoíris.
Contra lo que embusteramente sostienen los cruzados de ultraderecha, ellos llevan ganada la batalla cultural.
De hecho, ni siquiera necesitan darla, y si lo hacen es porque en su voracidad no quieren dejar ni una migaja a sus enemigos o, por qué no, la emprenden como parte de sus tácticas dispersivas: abrir luchas aquí y allá, encender a los contrincantes con el antiveganismo o el antimachismo para mantener en ebullición la caldera de los microdebates y por ello no se tensione lo fundamental.
En el mundo de hoy, por ejemplo, un gay pobre se va a sentir más identificado con un gay rico que con un obrero heterosexual que lo invite a formar un sindicato.
Toda la realidad es mi lucha, mi bandera personal, mi acotado espacio de protesta.
Así pues, ¿de qué hablamos cuando hablamos de “batalla cultural”?
La derecha, el conservadurismo, la reacción o como queramos llamarle lleva la delantera por mucho, y con ventaja.
Basta asomarse un poco a las redes sociales para advertir que el individualismo, el racismo, la homofobia, el clasismo, el supremacismo, el conservadurismo, el consumismo, el infantilismo y el irracionalismo general de los productos audiovisuales son abrumadoramente dominantes, y nuestras cuentas de Facebook, Instagram, X y demás sólo hacen salvedades cuando los algoritmos identifican que simpatizamos con alguna causa noble para luego bombardearnos y hacernos creer que avanzamos por el camino correcto.
Las redes apapachan nuestras causas.
Por todo, ¿qué de heroico y brillante y valiente tuvo el joven ultraconservador que recién fue asesinado en EUA? Avanzaba en la corriente dominante, se apoyaba en la inercia mundial de las ideas que apuntalan el capitalismo más salvaje, aborrecía a los migrantes, creía en la superioridad de los blancos, veneraba a poderosos como Trump...
Lo heroico, lo brillante y lo valiente hubiera sido oponerse a esas ideas y a esos personajes siniestros, no surfear en la ola neoliberal y sus lacras y creer que se está dando la gran “batalla cultural”.
Esto fue lo que me movió a pensar, hace poco, en que la expresión “juventud conservadora” es un oxímoron.
Un joven que está de acuerdo con el statu quo y que incluso lo apoya no sólo es una parte del problema, sino su sector más dinámico y peligroso porque muchas veces pasa de la esfera digital a la acción directa.
Así como se dice que el principal éxito del capitalismo es haber adoctrinado a millones de pobres de derecha, puntualizo que un grado de sofisticación mayor es haber lobotomizado a millones de jóvenes que se asumen como conservadores.
En Estados Unidos hay miles que idolatran a Trump: no puedo imaginar un mayor triunfo en la batalla cultural.
Como sus abuelos, los actuales neofascistas suelen hablar de nación, de casta, de “gente de bien”, de raza superior, de mérito.
Por eso odian a los migrantes, a los pobres, a los trabajadores, a los siempre sacrificables seres de pellejo color marrón.
Un eje de sus dislates radica en la idea de que Dios otorgó a la raza superior lo que merece y tiene.
¿A qué Dios miserable y selectivo se refieren? ¿Qué divinidad tuvo a bien elegirlos como depositarios de la verdad, la bondad y la belleza que les da derecho a todo? Por esta razón es muy complicado debatir con ellos.
Como cuentan con dios en su trinchera, son imbatibles. Dios no puede estar equivocado.