En mi vida siempre está una figura añil que simboliza todo: raíces, amor y credo. Cuida horizontes, flancos y pasado. Captura para mí las luces, dialoga conmigo ante el titubeo, la tengo en los párpados del amanecer y cuando aparece la noche. Permanece en mis sueños. Está en mis ojos, en la imaginación y en mi historia.
Vive en el cielo. Pero también en el recuerdo y en el llamado de mi silencio y la sola respiración. Madre: un nombre que se vuelve todo, el referente a la conformación del mundo, las primeras puntadas al entramado de la realidad de milagros y dioses, la sustancia, el recreo. Mujer que devela enigmas, que protege, ama y traza límites y construye confines a la realidad.
Cuando se emerge a la vida la Madre es todo. Después, en el último tramo de la existencia, ella regresa para apaciguar fantasmas, disfrutar de otro tiempo con nosotros, reintegrarse a una nueva cotidianeidad donde aparece su nombre, ahora inserto dentro de las vértebras y el silencio.
No es presencia inusitada: la Madre está aquí y ahora porque los llamados son insistentes, porque clamamos por ella en la agonía de los días y en el resplandor de proezas nimias. Con ella redescubrimos la primavera y recordamos una canción que era de todos y ahora es de ella.
Ignoro si en todas las mujeres aparece este fenómeno de dualidad, de metamorfosis con la representación de nuestra madre, la figura añil de las connotaciones, el ícono de todo lo que es y lo mucho que representa. Es como mirarse al espejo y mirar un desdoblamiento: yo, pero con ella. Yo y su vida, yo cercana a su sapiencia que recién vislumbro.
Entonces asumo que dar vida es una misión que nunca concluye: la realidad tridimensional no la limita, ir al imaginario perfecto o cielo es una veladura fina, porque ser Madre es presencia infinita.
No se inviste a la Madre de dones prefabricados por otros, no queda conformada con anhelos milenarios e irreales. Es única y llena de verdad. Y cada momento que pasa, cada lapso temporal que sigue a otro, la comprensión feliz de que nosotros la elegimos se acrecienta. Ella, la Madre, no es un paradigma universal: es perfecta para cada uno de nosotros. Tiene entonces un valor aún más grande, porque posee la unicidad de nuestra propia vida. Ella, la Madre, es el camino que amalgamó con sus pasos y los nuestros.
Ella está, siempre estará. Y me imagino que cada persona, un día descubre que ese ser no sólo le dio el soplo divino, también le entregó incipientes alas para alcanzar las geografías que no aparecen en los mapas, tierra de anhelos y significados.
La Madre es quien nos permite descubrir la respuesta a una pregunta milenaria: ¿para qué estoy aquí? Y se revolverán ideas, mundos y espacio; se imbricará realidad y sueño; tiempo, presencias y recuerdos para descubrir, finalmente, que cada instante, de infinitas maneras, la figura añil, Madre terrena y celeste, contradicción y certeza, nos guía a ese autodescubrimiento trascendental y profundo: el Contrato Sagrado o misión de vida.
Ella, la Madre, es la línea horizontal de la cruz/equilibrio, la figura añil de imaginación y anhelo. Por ella honro a la Mujer que da vida. A quien guía, alimenta y cuida. A quien ama. A la grandeza que implica ser madre. Y entonces honro a mis abuelas, tías, hermanas, primas, amigas y desconocidas. A las mujeres que son madres, porque sé que ellas representan la figura añil en la vida de alguien, de otro ser que auto desvela su esencia ahora.
Decir Madre es nombrar al Todo, a esta tierra y a la dimensión no conocida. Es la inmersión a lo que somos y también todo aquello en lo que podremos convertirnos.
Por: Ivette Estrada