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Los objetos del placer

  • Columna de Ivette Estrada
  • Los objetos del placer
  • Ivette Estrada

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Todos guardamos fuentes inexplicables de hedonismo. Acciones u objetos que nos conectan con la felicidad de maneras diferentes a lo divulgado y aceptado socialmente. Son placeres lejanos a una economía de consumismo y disfrute inmediato, son las pequeñas acciones o cosas que nos conectan con nuestra esencia, siempre cambiante y velada incluso para nosotros mismos. Son los espejitos que nos reconcentran en lo que somos realmente, en nuestra esencia prodigiosa y un tanto inasequible.

No se trata de representaciones materiales de poder efímero y falso, como una joya o un símbolo de ostentación o belleza. Se trata de cosas muy simples pero que para cada uno tienen significados inmensos. Se trata de imanes de recuerdos, cofres de momentos y de redescubrimiento de quiénes somos realmente.

Esos espejos de nuestro propio misterio pueden ser tan grandes como una tarde lluviosa en verano, verdadera escalera al cielo: a reencontrarnos con los juegos de infancia, pero también el despliegue sensorial que no palia con los años y que revive en el repiqueteo del agua, nexo con lo más sacro como la vida y también génesis del erotismo.

Los placeres misteriosos también son pequeños objetos, como un tomate verde. Nadie que lo observe con atención puede desvincularse de la noción más fehaciente y clara de la perfección en ese laberinto rugoso y seguro, vientre vegetal de cosas buenas, metáfora de la bonhomía.

Un tomate, lo mismo que la cáscara del melón, nos permiten recobrar la esperanza, lo último que escapó de la caja de Pandora, ese “ser” para reivindicar a la oscuridad y las sombras.

¿Y cómo podría olvidarse el tubo humilde de un caleidoscopio? Es el mundo de la imaginación y la magia más pura. Ahí están reunidas las estrellas, faunas nuevas y flores que germinan en sólo instantes. Es la invitación a soñar y reencontrarnos. Un boleto para romper entelequias y deslizarnos al mundo de lo posible. Es la versión de un planetario.

La memoria, por supuesto, es un prodigio de placeres. Ella resguardo lo mejor que acumulamos en el camino de cada una de nuestras horas. Y a veces una fotografía logra exhortarla a presentarse. Dejamos el aquí y ahora y nos sumimos en una estela que despliega personas y momentos, todos aquellos que nos permiten conformar lo que amamos, creemos, somos y seremos.

El Feng Shui dice que no debemos tener fotografías de seres que ya trascendieron: difiero. Quienes forman la fuerte estructura de amores y filias nunca desaparecen, deben estar en nuestra casa y en lugares estratégicos para recordarlos y rendirles tributo por lo que son para nosotros, porque la grandeza de una vida nunca se apaga.

Las fotografías no son sólo momentos: son alma o reducto donde viven los pensamientos, la imaginación, memoria y emociones. El lugar que algunos llaman psique. Es la mente donde se enhebra la imaginación y creamos nuevas realidades. Nuestra historia no es fija ni inamovible, la construimos siempre, día tras día. Pero un anclaje de lo que amamos son las fotografías.

Antes, cuando el Covid-19 aún no aparecía en nuestro mundo, al apagarse las luces en el cine marcaban el preludio a una gran aventura. Era un placer chispeante, del que nadie se sustraía.

Los anclajes al hedonismo son muchos y la lista resulta interminable. Pero concluyo: el gran placer, el que más subyuga y anhelamos, es aquel que aún no aparece: es la idea que emergerá de un libro que recién leemos. El libro es el espejo más fidedigno y perfecto de lo que somos. Es nuestro cuerpo, psique y soma o espíritu. El objeto interminable en el que realmente nos encontramos y nos permite, al unísono, desplegar nuestra propia voz y canto. Es antonomasia del placer.

Por Ivette Estrada

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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