
Hay música que es juego y música que es lamento, está la música de nuestros trabajos y de nuestros ocios, cierta música nos sume en un silencio quieto mientras que otra despierta la palpitación del ritmo en nuestro cuerpo, a veces la música nos recuerda emociones vividas y otras veces nos aleja de todo lo conocido con la seducción de su exotismo. No existe ningún acto humano sin su música, como escribió un griego de la Antigüedad.
Cada melodía y cada canto es una experiencia compartida que deja ecos: ni siquiera la música más remota se ha borrado del todo. Los arqueólogos prueban los sonidos de instrumentos reconstruidos, como huesos de águila o cisne agujereados que sirvieron de flautas, o vasos de boca grande cubiertos con piel tirante que fueron los primeros tambores. Los especialistas inciden en la acústica singular de las cuevas, el escenario más antiguo, donde la voz o los instrumentos resonaron de forma impresionante y donde las cortinas de estalactitas devolverían al golpearlas un sonido cristalino. Estudiamos las señales sonoras de nuestros antepasados en busca del inicio mismo de la música que, según los expertos, cumplió dos funciones en sus orígenes: imitar el grito de los animales a través de reclamos y crear atmósferas sonoras en la vida de los hombres. Allí se empezó a configurar nuestra sensibilidad gracias a ese mundo sonoro que, en sus infinitas variedades y transformaciones, llega hasta hoy. Porque aquí sigue la música, acompañándonos a partir de la infancia hasta la vejez, en todas nuestras edades, desde la Edad de las Cavernas.