El rugido se repite y hace eco para después desaparecer en medio de esto que es la Plaza de la Constitución, mejor conocida como zócalo, ombligo de la República, patio de Palacio Nacional, sitio de reunión, ruido constante y silencios ocasionales; en medio, mientras tanto, se alza el asta y en la punta una imponente y ondulante bandera tricolor parece flamear.

El rugido se repite.
Después sabrás que es producto del soplido ejecutado por un joven que se lleva a los labios la boquilla de una figura de jaguar.
Te acompaña Jesús Navarro Reyes, economista de profesión, ejemplar servidor público, orgulloso egresado del IPN, hombre franco que guarda el tono de veracruzano, oriundo del mero Minatitlán, no obstante su antigua estancia en esta capital; generoso, siempre efusivo y repleto de interés por compartir su capacidad de asombro frente a las artesanías que expenden bajo cobertizos distribuidos a lo largo de la plancha, imposible de enumerar todas, de tantas y variadas que son, aunque es posible generalizar con las de siempre, las tradicionales, incluidos algunos remedios caseros y ancestrales en los que todavía confía mucha gente para apaciguar su ansiedad.
Esta vez no se particularizará con nada de lo arriba dicho, ni con la tradicional nieve de sabrosos y diversos sabores, ni del humeante atole, ni del agua fresca de frutas, tampoco del aromático chorizo frito, ni del tasajo asado, como si por aquí rondara un pedazo del mercado central de Oaxaca capital.

Nada de eso.
Y en eso estás cuando vuelve el rugido del jaguar.
Y entonces te abres paso entre el ruido y la boruca.
En este ambiente de color también se mezcla la voz del maestro de ceremonia que, desde el templete dispuesto frente a la Catedral Metropolitana, anuncia lo que sigue del espectáculo, por lo regular un baile tradicional, mientras la banda de viento se prepara para acompañar.
Los niños se divierten.
Entre el gentío que se mueve en esta bulla, ya en el escampado que se hace entre hileras de carpas, un chiquillo trata de seguir el ritmo de la músicca; sus padres, siempre pendientes, lo vigilan y se divierten con los graciosos movimientos del retoño que apenas se sostiene.
Es una edición más de la Fiesta de las Culturas y Comunidades Indígenas, Pueblos y Barrios Originarios de la Ciudad de México, creada en el año 2017 —durante la administración de Miguel Ángel Mancera— como espacio de “convivencia para dignificar y visibilizar saberes, prácticas culturales y artísticas, formas de producción y aportaciones a la medicina y herbolaria tradicional”.
Por aquí andan los integrantes de la Banda Monumental Oaxaqueña, quienes se disponen a interpretar música de variadas regiones; precisamente hoy, domingo, para cerrar con broche de oro, durante un concierto, convocado por el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
Por eso… que no le digan, que no le cuenten, apersónese, diviértase, escuche música y compre productos mexicanos hechos a mano o artesanalmente.
Y de lo que aquí se presenta solo bastan dos ejemplos de tejedores: Rocío González, que también emplea los dedos para esa labor, aparte de los dos ganchos, y Gonzalo Juárez García, que opera un antiguo aparato, herencia que junto a esposa e hijos abrazan con pasión.
Empecemos con lo que hace Gonzalo, quien heredó el oficio de los abuelos en el municipio de Temascalapa, Estado de México.
“Este es un telar de chicote y hago manteles, servilletas, rebozos, mandiles, tortilleros, monederitos”, enumera Juárez García, mientras pedalea y manipula manualmente para dar forma poco a poco al tejido, luego de cambiar madejas de colores.
Es un telar antiguo, de maderas originales, ecológico, sin gastar más combustible que el esfuerzo del hombre.
“Para las cosas pequeñas sí cortamos, confeccionamos”, aclara el artesano, “pero los manteles ya lo sacamos directamente del telar; o los rebozos, los sacamos ya hechos, ya terminados”.
De las telas también confeccionan vestidos y gabanes, una actividad de la que se encarga su esposa.
Y sin embargo éste no es un trabajo fácil de hacer —no eso solo pedalear, cambiar hilos y jalar el chicote—, sino un oficio delicado y laborioso.
Explica Gonzalo: “Lo difícil no es tanto tejerlo, sino es la ensartada de los hilos, que va de uno por uno y lleva una secuencia para que haga todas las figuras que nosotros le ponemos al mantel”.
Una parte del trabajo es tramar la tela; la otra, acomodar los hilos, además de diferentes pasos que Gonzalo ejecuta antes de que salga el producto de figuras simétricas, de diferentes matices, hechos con un entramado singular.
“Al telar le ponemos más o menos entre quince a veinte piezas; no le podemos poner más porque no sale de buena calidad”, explica.
Y entre la boruca de pasillos también llegamos con Rocío González, quien cuelga las prendas recién hechas en bastidores que forman su colorido puesto; para tejer, como se observa, alterna sus índices con los tradicionales ganchos de madera; siempre con una impresionante rapidez.
“Tejo capas, tejo collares, diademas, tejemos cuelleras”, enumera la señora González. “Ahorita estamos sacando las coronas para noviembre; también hacemos ponchos y cuelleras para Navidad, para el frío”.
Los hilos de cristal, así llamados, parecen estar adornados con lentejuelas o formados por figuras que simulan escamas brillantes, por lo que le dan un efecto especial en las prendas.
—¿Y quién le enseñó a hacer eso?
—Es una herencia de familia; todas las primas sabemos bordar; sabemos tejer; también tejemos en telar; aparte, aquí en México, en la secundaria, aprendí a tejer.
Rocío González, originaria de Acámbaro, Michoacán, era una niña cuando acompañó a sus padres en un viaje hacia la capital, después de que vendieran su rancho y algunas vacas.
Es una historia similar a las de tantas familias que por diferentes motivos han migrado, sobre todo procedentes del sur, sureste o centro del territorio nacional, para buscar cobijo en esta capital.



