Es un hombre de 74 años, sombrero texano y voz de blusero; en la adolescencia se inició como coyote en Tepito, donde ofrecía autopartes, según sus propias palabras, pero ante la incredulidad del interlocutor, quien trata de suavizar su propia descripción, se pone un poco solemne para reafirmarlo, pues prefiere la franqueza a los dobleces.
—Dirá intermediario…
—No, coyote- sentencia.
Y sonríe.
Este hombre siempre ríe.
Después de años estableció su propio negocio en Peralvillo, pero la irrefrenable inseguridad mermó las ventas y lo puso en guardia; tras revelar sus técnicas de ex convicto, mandó al demonio a criminales y terminó por despedir a sus empleados, pues los depredadores arrasaban parejo.
La imagen corresponde a Salvador Gallardo Castro, quien después de ser amenazado por extorsionadores del rumbo hizo una denuncia, pero antes de ir con el Ministerio Público, encaró a los delincuentes:
—“No les doy ni madre”.
—¿Y qué más les dijo?
— Que procuraran no enterarme de su teléfono ni de donde vivían, porque yo sí iba y les prendía fuego a sus casas con su familia adentro, y que si ellos estaban acostumbrados al terror, yo lo conocía muy bien porque había estado en Lecumberri.
El hombre habla inmerso entre cientos de autopartes colocadas en pasillos y paredes de los dos pisos. En el primero conserva objetos considerados como arte utilitario, entre los que destacan el respaldo de una amplia cama, cubierta por un edredón con la imagen de la Guadalupana; floreros, bancas de tres plazas, un bar y más sillas…
Expone: “¿Qué cuánto por la silla? Pues ocho mil pesos. ¿Qué cuánto de garantía? Pues unos cincuenta años. Ja,ja, ja”.
En los años setenta viajó a los Estados Unidos, cerca de la frontera con México, donde compraba refacciones que luego vendía en Tepito.
Y así fue como conoció la ley de la calle y otras cosas en prisión, pues lo encarcelaron por enfrentarse a otro tipo de delincuentes: policías.
—¿Y sí estuvo en Lecumberri?
—Sí, y con puros chacales, porque cuando trabajé en la Casa de Moneda, en la calle Apartado, me quisieron robar mi sobre con 8 mil pesos unos agentes del Servicio Secreto, pero tuve suerte de ganarles y me los chingué; uno cayó entre el asfalto y la banqueta, así, y le quebré la pierna, brincando como leña, y al otro con su propia pistola.
—Les dio su merecido.
—Sí, pero llegaron las patrullas y me cegaron con gas y fueron con el Ministerio Público y le dieron los 8 mil pesos y una 38 Súper y me llevaron directito a Lecumberri, ni siquiera pasé por la Procu.
***
Salvador Gallardo llegó a Tepito en 1963, con hermanos y madre, quien se había separado de su esposo. Compraron una tienda en la que había un espacio para vender petróleo. El combustible se ocupaba para estufas y boiler.
—¿Por qué salen de Azcapotzalco?
—Mi papá vendió la casa en 60 mil pesos, ya que se metió a curar en el Hospital de Nutrición, porque tenía hidropesía y cirrosis; diario se tragaba dos litros de alcohol: uno de tequila y otro de Bacardí. De eso murió.
—Cuántos hijos eran.
—En mi casa, 9: seis hombres y tres mujeres. Pero mi papá tuvo 27 en otros lados. ¿De dónde son mis padres? Él era de Cotija, Michoacán, y ella de San Martín Texmelucan, Puebla. Se conocieron en La Merced. Mi papá era zapatero remendón y mi mamá llegó a que le pusieran unos taconcitos a sus guaraches. Entonces ella dijo: “De aquí soy”.
—Y de ahí nació usted.
—Empezaron a fabricar hijos. Mi hermana Trini y mi hermano Juan nacieron en La Merced. Luego se fueron al Recreo, la calle, en Azcapotzalco, con un tío de él y ahí empezó a juntar dinero para hacer su taller de calzado.
—Y el oficio los trajo a Tepis.
—Sí, porque mi papá me traía a comprar materia prima y yo me iba a las vecindades, donde había talleres; unos de zapatos, unos de orfebrería y otros de sastres.
Entonces su madre vendió la tienda - “nos la comimos toda”- y compró un terreno en Ciudad Netzahualcóyotl, donde hicieron una casa; pero Salvador, de 16 años, prefirió quedarse en Tepis y puso un taller de guaraches y aprendió un poco de zapatería; después se metió chacharear, pues cuando era mesero de un antro observó que los clientes gastaban mucho dinero.
—Y qué pensó.
—Yo decía: “De dónde sacan tanto dinero estos cabrones para gastar diario”. Y me dijeron: “No, pues vamos a Laredo y traemos direcciones de carro de a dólar y las damos a 125”. Ay, güey, el dólar estaba a 12:50.
—Por eso se sale de mesero.
—Y porque me pelié con un carnicero en el cabaret; en la pelea me dio una puñalada y quise volver pero ya no me dieron trabajo. Es cuando me fui de coyote a la calle de Granadas y Peralvillo.
—¿Y cuándo se casó?
—En 1966, por primera vez, con la hija de un sastre de Peñón; tuvimos tres hijos; allá están –señala las fotos- Marisol, Salvador, Irene, mi hija mayor tiene 54 años.
—Y se vuelve experto.
—Bueno, conocedor; al final descubrí que no es importante que sean nuevas las piezas, sino las que se descomponen, porque ¿de qué sirve tener tantas pinches piezas nuevas, si no las van a comprar?
—¿Entonces cuál es el negocio?
—Aprender lo que se chinga de cada carro y encontrarlo y luego pepenarlo, porque ya sabemos que van a venir por él.
***
Pero en los años 70-80 comenzó la maldita inseguridad y despidió a sus trabajadores; desde entonces lo acompaña uno de sus hermanos en el negocio, donde vende partes usadas y diseña sillas, camas y otros objetos. “También hice Quijotes, Sancho Panzas, cruces, crucifijos”.
—Cada silla tiene su historia.
—Sí, y en la que estás sentado, por ejemplo, está hecha de flechas de 1946 y 1960; los trenes de abajo son para cajas nacionales de la Ford, la Dodge, la Chevrolet. Son muy diferentes a lo que es un carro longitudinal, ahora son transversales, hidráulicos y computarizados, hasta electrónicos.
Y aunque leyó manuales para saber en dónde iba cada pieza, lo cierto es que Salvador Gallardo es autodidacta en sus diseños y el primero en hacer arte objeto en la capital, para luego dedicarse a lo que llama arte utilitario.
—También lo hacen la colonia Buenos Aires.
—Sí, después vinieron los de la Buenos Aires, pero hicieron copias malhechas en los camellones, aunque ya están mejorando, ja-ja-ja.
—¿En cuánto está valorada una silla?
—Cuatro, cinco mil pesos… Depende de la soldadura, porque la soldadura se vende por pulgada.
—¿Cuánto tiempo se lleva en hacer una silla?
—Dos días, pero en juntar el material…meses, ja,ja,ja.
Sus dos hermanos eran talladores de madera. “Yo les aprendí a ellos”, dice mientras señala “el montón de cruces” que hizo.
—Y prefirió el arte utilitario.
—Sí, porque me pagaban muy poco el kilo y me daba mucho coraje que se fueran a la fundición cosas tan bonitas. Entonces pensé: no, yo voy a hacer mis muebles; no tengo cama, pues me hago una, no tengo sala, me la hago.
—Y vino la crisis…
—Sí, con la necesidad y la inseguridad.
—Se juntaron las tres cosas.
—Eso es muy cierto.
Por fin encuentra una libreta de visitas donde hay testimonios de personas de diferentes nacionalidades, e insiste en que es preferible usar las autopartes de manera creativa a malbaratarlas. “Mejor hago una pieza que va a durar un chingo de años, je,je,je, y la van a heredar mis hijos o mis nietos”.
Y allí se queda Salvador Gallardo, en su espacio de remembranzas –muestra con orgullo el retrato de su hija Cecilia, que obtuvo el primer lugar en el concurso Valores Bacardí en 1996- con sus conocidos que lo saludan mientras pasan frente al número 60 de Peralvillo.