Cultura

La odisea rumbo a San Mateo Atenco

La intención era lanzarse a buscar una productora de esferas con domicilio en El Oro, uno de los llamados “pueblos mágicos” del Estado de México, y madrugaron para llegar temprano. De pronto, después de pasar varios municipios, en la orilla de la carretera apareció un solitario edificio con un gran letrero en el costado izquierdo: Barbacoa.

El compañero de ruta, Roberto Andrade, alzó las cejas, hizo la finta de relamerse los bigotes y comentó que había tenido buena experiencia en saborear el típico platillo, de modo que ambos entraron a degustar consomé y tacos bien servidos, aunque la grasa haría sus efectos más tarde, sin que eso frenara la búsqueda de la señora que hacía esferas.

Todo iba bien.

La ruta continuó y por fin, después de surcar valles, se llegó a la cabecera municipal de El Oro, pero la señora, como si se tratara de un contacto misterioso, no respondía el teléfono.

Por fin contestó e indicó una ruta que, después de media, casi a tientas, los visitantes dieron con un sendero polvoriento, hasta llegar a un terreno llano con unas cuantas casas de campo.

La mujer respondió el teléfono y a lo lejos alzó la mano. Era ella. O al menos eso parecía. Pidió que se avanzara y el auto dio tumbos sobre la vereda. Por fin estaban a punto de conocer a la señora que, decían, exportaba esferas a otros países y le vendía al municipio michoacano de Tlapujahua, un auténtico productor de pompas navideñas.

Fue entonces que salió acompañada de una cachorra de pelaje blanco y moño en la cabeza. La mujer, de unos 50 años, entallado un pantalón de color negro, sonrió a los recién llegados y condujo con amabilidad hacia unos galerones, solo para mostrar los restos de esferas y para decir que los trabajadores se habían tomado el día.

Ella, por su parte, les había tomado el pelo a los visitantes, pues tuvo varios minutos para advertir del supuesto contratiempo.

Roberto Andrade movió la cabeza en señal de reproche, desconsuelo y malestar, y susurró algo así como “larguémonos”, por lo que ambos coincidieron en poner pies en polvorosa, pues no había otra cosa más que hacer y además el tiempo corría.

—Después volvemos- fue la expresión para salir de aquel engaño.

—Ustedes disculpen, pero ya ven: los trabajadores decidieron no venir y la máquina no tiene gas- argumentó la mujer, quien pudo haber comunicado con anticipación sus razones; sin embargo, esperó el arribo de los reporteros, quienes no podían regresar sin nada, después de un viaje de más de tres horas.

Y rebuscaron.

Por fin, después de una exhaustiva búsqueda, en un pueblo vecino encontraron a una amable pareja de ancianos que también hacía esferas, pero dijeron que a causa de la pandemia no tenían ventas; además, se les había descompuesto un aparato que funcionaba con gas para soplar vidrio.

Y atrás quedó el sorbo amargo.

El camarógrafo Andrade, profesional en el oficio y de experiencia probada como realizador, giró el volante hacia ese municipio zapatero, cerca de la capital del país, de la que muchos viajan para surtirse de cacles.

Y se percataron que los comerciantes resisten con temple de acero los embates en tanto buscan salidas con imaginación.

Y más.

San Mateo es un municipio mexiquense donde miles viven de hacer calzado, calzado de calidad y a buen precio, dicen, pero subsecuentes crisis les han ocasionado detrimento, aunque no dejan de producir en sus talleres, como lo hace la familia Segura desde hace más de 60 años.


***

Llegaron a la Plaza Azul y fueron interceptados por hombres de guoquitoquis. Uno de ellos, al parecer jefe de vigilancia, solicitó identificaciones y con su teléfono tomó fotos; luego, se comunicó con el administrador, quien poco después permitió el trabajo de los reporteros; sin embargo, casi nadie de los alicaídos comerciantes quería hablar.

Hasta que por fin, después de explicar que el trabajo de los enviados consistía en saber la situación por la que atravesaban, el mismo hombre del radio transmisor, después de varios minutos de hacer consultas telefónicas, presentó a comerciantes, dos de ellos ahí mismo.

Así fue como encontraron a doña Hilda Fuentes, una mujer sencilla, quien junto a sus padres y hermanos se dedica a confeccionar calzado artesanal, igual que otros lo hacen en este municipio.

“Los hijos fuimos creciendo y les ayudamos a nuestros papases”, comentó Fuentes. “También les ayudamos a meter modelos nuevos y nuestra mano de obra al calzado”.

La familia Fuentes, igual que los demás, fueron afectados por la pandemia y el cierre temporal del mercado, de modo que recurrieron a las redes sociales y encontraron una nueva veta para sus negocios.

—¿Cómo les ha ido con la pandemia?

—Desgraciadamente sí nos bajó desde marzo que empezó todo esto. Entonces nos diseñaron páginas en línea, con muestras de catálogos en internet, así como todos los medios que nos están ayudando para salir adelante en cuanto a nuestras ventas.

—La pandemia los obligó…

—Desgraciadamente en San Mateo estábamos muy pasivos, nada más vendíamos aquí y sanseacabó, pero con esto de la pandemia se nos abrió la mentalidad, nos abrió nuevos horizontes…

—¿Y cómo les ha ido con esta nueva experiencia?

—Bendito Dios, la verdad, estamos sacando aunque sea un 60 por ciento con todas estas líneas que le estoy comentando.

El productor Martín García González, que vende calzado para niñas y damas, también ha resentido esta crisis mundial.

—Hemos estado trabajando en un 50 por ciento, algunos en un 30 y otros han quebrado con esto de la pandemia. Pero aquí estamos, haciendo la lucha todavía.

Y la lucha sigue.

***

En los talleres de zapatos no dejan de trabajar. Uno de estos, propiedad de la familia Segura Manjarrez, está en las orillas del pueblo, donde Ricardo Segura, de 77 años, y Vicente, de 55, padre e hijo, practican este oficio heredado por antepasados.

Ricardo Segura Valencia empezó desde la adolescencia. “Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo nos enseñaron el oficio de zapatero, porque no había otra cosa que hacer, pues todo el pueblo era zapatero”.

—Pero les han pegado las crisis.

—Sí, en el 90 teníamos de 25 a 50 trabajadores; ahora nomás quedamos cuatro- dice Ricardo.

—¿Por qué?

—Porque han bajado mucho las ventas y ahorita, con el covid-19, más todavía. Entonces ya no podemos sostener a más trabajadores - dice este hombre en cuyo taller trabajan él, tres empleados y 4 de sus hijos.

Los nietos, mientras tanto, prefieren estudiar. “Al rato no sé qué vaya a pasar, pero primero Dios vamos a seguir haciendo zapatos nosotros”, se resigna este hombre de voz parsimoniosa.

—¿Y no venden por internet?

—En eso ya estamos entrando poco a poco, porque mis nietos enseñan a sus papás, porque es necesario.

Don Ricardo Segura Valencia insiste por enésima ocasión en que es muy importante la calidad. “Yo les digo a mis hijos que nunca dejen la calidad, porque eso me lo enseñó mi padre: la calidad, siempre debe ser primero; después, lo demás”.

—Es una buena herencia.

—Sí, porque sin la calidad, no tenemos nada. Y eso es lo que yo le digo a mis hijos: la calidad primero y vamos a salir adelante.

Lo escucha su hijo Vicente, quien corta la piel de becerro con delicadeza, echa el pegamento para dobladillar –“esto para que se vea la finura del zapato”–, luego pasa a la horma, el pegado de suela, donde una trabajadora quita la rebaba, y por último “el acabado”.

—Y les ha ido bien.

—Pues sí, gracias a Dios, no nos falta- dice el patriarca.

—Y aquí viene gente que le consume…

—Tenemos entregas en Oaxaca y Chiapas, en todas partes nos llegan a pedir cinco-seis parcitos. Y los mandamos por paquetería.

La familia Segura Manjarrez ofrece su producto en la Plaza Azul, uno de los grandes centros zapateros de San Mateo Atenco.

Los 500 locatarios de este mercado, que tienen como clientela principal a compradores del sur del país y de estados vecinos, como Ciudad de México, esperan a que amaine la mala racha y vengan tiempos mejores.



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Humberto Ríos Navarrete
  • Humberto Ríos Navarrete
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