Eran las siete de la mañana cuando algunas personas percibieron que un auto de cuatro puertas avanzaba a gran velocidad sobre la calle de Frontera, en sentido contrario, hacia la avenida Álvaro Obregón, pero frenó de sopetón poco antes de llegar a la esquina con Guanajuato.
Descendieron cuatro individuos, la mayoría jóvenes, y se abalanzaron contra un sujeto de baja estatura y cabellos plateados.
El hombre también recibía improperios. No metía las manos aunque quisiera, pues ni tiempo le daba ante la arremetida de puntapiés y manotazos. Traía una bolsita de plástico que soltó en cuanto lo tumbaron.
—¡Ponte a trabajar, cabrón! —gritó uno de los agresores.
Las pocas personas que miraban lo hacían de reojo; otras, con disimulo, pues no sabían a ciencia cierta lo que sucedía, como para intervenir.
Estaban a tiro de piedra de la avenida Cuauhtémoc, a tan solo un brinco de la colonia Doctores, de donde a veces algunos saltan para asaltar.
—Es una persona mayor —musitó un comerciante que miraba en forma discreta desde su carro.
El automovilista, sumido tras el volante, apenas podía ver el cabello entre gris y plateado de la víctima. Era una paliza sin compasión.
—¡Regrésame lo que te llevaste, ratero! —exigió otro.
La mayor parte del tiempo era golpeado por los cuatro sujetos; tres de ellos muy jóvenes; el otro quizás rozaba los 50 años. El auto del que habían descendido permanecía en doble fila.
—¡Devuélvelo! —reclamó otro.
El anciano había sido derribado sin que nadie de los pocos testigos supieran la causa. Por un segundo, uno de los que estaba cerca quiso intervenir, pero desistió, pues pensó que podía resultar contraproducente.
Llegó un segundo auto con dos sujetos, seguido de un motociclista, con lo que ya sumaban siete, la mayoría jóvenes.
***
Es la misma esquina donde a partir de la madrugada de ese mismo día sucedieron ilícitos en cadena, como el asalto a un negocio de tatuajes, así como el robo en una fonda, cuyas cortinas metálicas fueron desprendidas.
En este último caso se trató de un robo muy extraño, pues los ladrones solo se llevaron cuatro ollas de aluminio, con precios que van de 3 mil y 5 mil pesos. Pero dejaron artículos de más valor.
La dueña ni siquiera denunció el robo, pues vio cierta apatía de los patrulleros, quienes al ser cuestionados sobre las cámaras de seguridad, le dijeron que no servían. Entonces ella prefirió el olvido.
Todo ocurrió en una calle paralela a la avenida Cuauhtémoc, una franja que, aseguran, son frecuentes los brincos de asaltantes, cual chapulines, para incursionar en toda la Roma.
Pero esta vez el principal suceso había sido excepcional sobre ese tramo, en el que comerciantes e inquilinos han visto algo de lo que la misma policía, dicen, conoce: ancianos dedicados al robo de autopartes.
***
La tunda continuaba.
El dueño de un negocio descubrió que parte de la cabellera del agraviado se teñía de rojo. Y desde su auto, donde esperaba que amaneciera, escuchó increpar a uno de los agresores:
—¡Ponte a trabajar, cabrón!
El espectador supuso que todos provenían de los alrededores del Hospital General, vecino de la estación del Metro con ese nombre, donde familiares de pacientes estacionan sus vehículos.
Algo ilícito había hecho aquel hombre, sospechó el comerciante, y dedujo que aquello semejaba un linchamiento. Y corroboró sus sospechas cuando uno de los golpeadores exigió:
—¡Dame los espejos!
—Yo no tengo nada —susurró.
Pero cerca del hombre había una bolsa que llamó la atención de uno de los jóvenes, quien enseguida exclamó:
—¡Aquí están!
—¡Hijo de tu pinche madre!
—añadió otro.
Recogieron los espejos, abordaron sus carros y la motocicleta y aceleraron sobre la misma calle de Frontera.
El anciano quedó cerca de la banqueta, sin que nadie lo auxiliara, pues había temor de que los agresores volvieran. Una de las personas que miraba desde su auto pensó que estaba muerto.
Otro vecino que iba en su auto observó al hombre y frenó; bajó y caminó hacia él, que permanecía inmóvil.
—¿Está vivo? —preguntó otro vecino.
—Sí, está vivo.
—Este cabrón me robó unos espejos el otro día —irrumpió un cuidador de autos y agregó, dirigiéndose al viejo—, te lo dije, cabrón, pero no haces caso; mira cómo te dejaron.
En eso estaban cuando llegó una patrulla. Los ocupantes, un hombre y una mujer, bajaron e inspeccionaron la escena.
—Ah, es un raterito de aquel lado; a cada rato lo agarramos —indicó el policía, mientras señalaba hacia la colonia Doctores.
—Sí, lo hemos agarrado como unas siete veces; es una bandita; son como tres o cuatro ancianos que se dedican a eso —añadió la mujer.
El policía pidió apoyo médico y pronto llegó una ambulancia de la Cruz Roja. Descendió un paramédico con botiquín y le hizo preguntas mientras lo curaba. Pero las respuestas del anciano eran escuetas.
El hombre quedó sentado en la banqueta, en medio de algunos objetos, entre los que había un cepillo de dientes, un par de zapatos y chácharas. Policías y paramédicos abordaron sus vehículos y se fueron.
Poco después el anciano se puso de pie, como si nada, dobló sobre la calle de Guanajuato, cruzó la avenida Cuauhtémoc, avanzó por Martínez del Río y se dejó tragar por la colonia Doctores.
—Por acá anda mucho los sábados —murmuró una inquilina que había husmeado desde su ventana.
Y así fue como sucedieron los hechos ese día 3 del mes patrio, cuando aquel anciano sufrió un ataque masivo por parte de quienes lo culparon de robar espejos.