Proliferan taxis por aplicación, como les dicen, pero son dos las empresas líderes de ese servicio y, por lo tanto, con mayor número de clientes. A veces cobran menos que los tradicionales, pero también depende del lugar en que los abordes o hacia a dónde vayas. No faltan conductores que a las tres cuadras de llegar por ti cancelan el viaje. Y aunque tengas el poder en tu dedo índice, la demora es una punzada en el hígado. Dicen que la mala actuación del conductor le resta puntos, pero no es ningún consuelo para el usuario.
En el Centro Histórico abundan los taxistas libres que andan a la caza de turistas despistados o de usuarios urgidos. Los conductores imponen sus tarifas mientras observan al cliente. Miden el precio y encajan el diente. Pocos son los choferes honestos; a estos más bien les urge abandonar el primer cuadro; es decir, terminar su servicio y salir lo más rápido posible.
Hay otros que acostumbran merodear en sus colonias; algunos, de Azcapotzalco, por citar un ejemplo, prefieren hacer viajes cortos, sin ir más allá de 20 cuadras. Lo sabes cuando estás a bordo.
—A dónde.
—A la Doctores.
—No, para allá no voy.
Y ni discutir, pero ya pasaron varios.
—Bueno, al Metro Tacuba.
—Está bien.
Y arranca.
Un día le respondiste a uno de esos taxistas —pobres y exquisitos— que te llevara a donde él quisiera; el comentario surgió luego de preguntar hacia dónde ibas, pero no le gustó la broma y se negó a dar el servicio. Lo advertiste luego de mirar su caradura y casi adivinar lo que pensaba.
Cada vez que consideras necesario refieres la anterior anécdota a otros taxistas, cuando notas que son honestos, y entonces hacen una mueca de enfado y reproche en contra de sus compañeros de gremio.
—Yo voy a donde me lleven; por eso me alquilo —dijo uno de ellos.
—Yo, a donde me digan —comentó otro.
También hay taxistas que hablan poco y respetan las tarifas; incluso quisieras darles el doble de lo que marcó el taxímetro; contrario a ellos están los que hasta triplican la tarifa oficial, la de 8.50 el banderazo, y si reclamas, disparan el argumento de que son de sitio o te invitan a bajar. Y es que si buscas un taxi es porque tienes prisa.
Ahí el dilema.
Y hazle como quieras.
Y quedas como perinola.
Un mundo aparte es el de los taxis por aplicación. La mayoría cómodos, en primer lugar; pero encuentras cada personaje al volante, como el jactancioso que fue por ti una madrugada, allá por San Juan de Aragón: te permitió abordar el auto con una actitud de perdonavidas.
Quizás demasiado sincero.
O cínico.
***
El auto que abordas sobre avenida Chapultepec jala bien, aunque está un poco descuidado; te dejaría el Metro, pero el tramo de esa línea todavía está en reparación, de modo que se junta mucho tráfico y tienes tiempo de platicar con el del volante, quien es amable y desembucha. “Nosotros”, dice, “tenemos prohibido platicar con el pasajero”.
—¿Por qué?
—Bueno, a menos de que ellos inicien la plática.
Le comentas que son varios los choferes de taxis libres —“normales”—, que se ponen sus moños para levantar pasajes; por eso es que muchos usuarios optan por este tipo de servicio. Es cuando el chofer corrobora tus sospechas y las de otros clientes.
“Fíjese que he conocido gente que me ha dicho que los mismos conductores de esta empresa les han preguntado que a dónde van”.
—¿Cómo?
—Sí, y cuando ya se suben, les dicen: “No, para allá no voy” y cancelan el viaje.
—¡No manches!
—Sí, en serio, varios me lo han comentado; y no solo eso, sino que los conductores son muy groseros.
—Pero eso debe ser reportado.
—Ustedes lo deben reportar. De entrada, calificar con las estrellas. Esta empresa sí cancela aplicaciones. Ustedes tienen que reportar el nombre. Por ejemplo, este carro no es mío, yo lo trabajo.
Le platicas el caso del chofer que te que dio el servicio en San Juan de Aragón.
“Mire”, dice el conductor, “esta empresa hace sus cortes los días lunes por la mañana, y como a las siete u ocho de la noche va pagando todo lo que hiciste en la semana”.
—Pero el otro me decía que cancelaba porque no le convenía y yo creo que es su trabajo y tiene que cumplir, no es cosa de caprichos.
—Sí, pero si estás viendo que no te conviene, por qué estás aceptando el trabajo —dice el chofer—. Yo, por ejemplo, soy una persona que no me gusta ir a Ecatepec ni a Naucalpan; sí voy a Tlane, sí voy a Cuautitlán, a Tecamac, pero cuando aparece un viaje de los otros, pues no los tomo.
—¿Y por qué no te gusta ir, por inseguro?
—Sí, pero además, cuando sí vas hasta allá, ya no regresas…
—¡Cómo!
—Bueno, es que te empiezan a llevar más lejos, más lejos…
—¿Ah, sí?
—Una vez terminé, imagínese, por Ojo de agua, allá en Tizayuca; el problema es que uno sí va, pero cuando llegas tan lejos, ya no encuentras viajes de regreso. Entonces se viene uno vacío y sale más caro.
***
El jactancioso dice que él se da el lujo de cancelar —“La verdad es que usted tuvo suerte conmigo”, te dice— en caso de no gustarle la zona.
—Pero ¿cómo?
—Sí, yo cancelo cuando no me conviene.
—Pero lo multan.
—Sí, pero no importa, porque yo trabajo más los fines de semana. Por ejemplo, yo hace rato andaba por La Villa, cuando vi que usted necesitaba el servicio a la Zona Rosa. Ahí sí me conviene ir, porque ahí hay pasaje; pero si hubiera ido a otro lado, no lo acepto o lo cancelo.
—Usted no solo vive de este trabajo.
—No, yo vendo autos.
—Y se puede dar ese lujo.
—Pues la verdad es que sí.
El sujeto, bien acicalado, trae un buen carro, además de cómodo y manejar bien, aunque muy sobrado.
Humberto Ríos Navarrete