Entre vericuetos de tenderetes con mercancías que forman un tianguis de la calle Cuauhtémoc, Barrio de San Pablo, tradicional ruta del Cristo de Iztapalapa hacia su crucifixión en el Cerro de la Estrella, se llega al número 43, en la Plaza Hidalgo, con Rosalba Ojeda Barranco, dueña del restaurante El Sazón de la Negra, quien hace unos meses llegó de Nueva Jersey, Estados Unidos, donde estuvo 17 años.
En su negocio, que le ayudó a cimentar el Gobierno de Ciudad de México, por ser considerada una migrante de retorno, recuerda el día, en octubre de 2000, cuando decidió emprender un viaje hacia Estados Unidos. Desde que se casó, a los 15 años, empezó a tener hijos, hasta sumar cinco, cuatro mujeres y un hombre, pero se convirtió en madre soltera —una historia que prefiere no recordar— y decidió emigrar.
Todo eso la obligó a realizar un largo viaje, recuerda, pues tenía que mantener y ayudar a los hijos en sus estudios. Entonces pudo cruzar la frontera, “gracias a Dios”, y llegó a Nogales, Arizona; la esperaba una de sus tías, quien la llevó en una camioneta a Nueva Jersey, vecino estado de Nueva York, donde se instaló.
Comenzó a trabajar en fábricas, y como no le gustaba su labor, además de que le pagaban muy poco, buscó trabajo de ayudante de cocina en un restaurante y de ahí a otros, propiedad de peruanos, colombianos e italianos; un día se presentó la coyuntura de que una pariente le ofreció traspasarle un restaurante.
Y solo así, recuerda, logró darles estudios a sus hijos, y también ayudar a sus hermanos, “aunque fuera poquito dinero de allá para acá”, pero cuando cumplió los 60 años empezó a sentir agudos dolores en la espalda, de modo que fue a consulta, pero los médicos no entendían lo que ella les decía con su escaso español.
Los dolores seguían, ahora no solo eran más intensos, sino que bajaron hacia el pecho, la espalda y el brazo.
La volvieron a internar. Tardó seis días. La dieron de alta un lunes. Dos días después volvió a enfermarse.
Sus hermanos se inquietaron, pues pensaron en la posibilidad de que se podía morir “y qué cuentas les vamos a dar a nuestras sobrinas”, quienes supieron del problema y pidieron el regreso inmediato de la madre.
Y sin pedirle autorización ni nada —recuerda Rosalba— le compraron un boleto de avión para enviarla a Ciudad de México.
Llegó a su casa de la colonia Lomas El Manto y no tardó en ser atenazada por la ansiedad, pues estaba acostumbrada a trabajar, porque, dice y sonríe, “creo que nací para eso, para trabajar”.
—¿Y qué pasó con los dolores?
—Ah, pues qué cree, aquí me llevaron con el doctor y con una sola inyección se me quitaron —dice, mientras abre más los ojos.
—¿Y después?
—No dejaba de pensar en el trabajo y lo primero que hice fue comprar un comal. Le dije a mi hija que afuera de la casa podíamos vender sopes, quesadillas, lo que fuera, ¿no?, y sí, gracias a Dios estuve vendiendo, y me dijo mi hija, “por qué no mejor le pongo un negocio, aunque sea chico, y pues si quieres vamos a ver...”.
—Y puso el negocio…
—Pues no sé cómo un día me dio por venir acá, al centro de Iztapalapa, y vi un módulo que decía: “Se ayuda a inmigrantes, a la familia de inmigrantes”, y dije: no soy familia, regresé de Estados Unidos, y ahí ahí dice retorno de migrante.
—Qué le dijeron.
—Me dijeron: “Me va a traer un comprobante de que sí estuvo allá y que tuvo su negocio”; y le dije “encantada”, y le hablo a mi hija por teléfono y le digo mándame los papeles y todo lo que me piden; no tardaron mucho en darme la ayuda. Eso fue en febrero.
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El programa se llama Ciudad Hospitalaria y de atención a migrantes, huéspedes y sus familias. Es del gobierno capitalino. La responsable de llevarlo a cabo es la Secretaría de Desarrollo Rural para las Comunidades, cuya titular, Rosa Icela Rodríguez, informa que han apoyado 71 proyectos productivos “que permitieron instalar y fortalecer los negocios familiares de este sector”.
La inversión fue de 4.6 millones de pesos y se beneficiaron 284 personas, “quienes ingresaron sus proyectos para impulsar sus iniciativas productivas y de autoempleo, como cafeterías, zapaterías, cocinas económicas, fondas, salones de belleza, talleres de costura, carpintería, herrería” y otros.
Estos beneficios, comenta Rodríguez, “es para migrantes en retorno, personas que regresan de Estados Unidos o de otras partes del mundo y que vienen repatriados, con un tema de que no tienen un empleo”.
Esos proyectos pueden ser el sostén de la familia para mejorar su calidad de vida, agrega Rosa Icela Rodríguez, “frente al difícil tema que tenemos en el país de desempleo; es una buena alternativa”.
También hay personas que ya tienen un proyecto y la dependencia les ayuda a mejorarlo, añade Rodríguez, quien ejemplifica algunos casos, como el de la señora cuyo esposo le envía dinero de Estados Unidos; sin embargo, a ella, que tenía cuatro mesas en la fonda, pidió apoyo para comprar otras cuatro. “Es una pequeña cocina económica; significa un ingreso mejor para la familia, pues tiene niños en la escuela y su problemática es grande”.
—¿Y con las amenazas del presidente entrante de Estados Unidos, van a necesitar más presupuesto en caso de que las cumpla y haya más inmigrantes deportados?
—El jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, se ha referido al tema; ha dicho que está hablando con las personas de la iniciativa privada para que los migrantes en retorno puedan tener oportunidades de empleo, porque lo que más preocupa a la ciudad es el asunto del trabajo, quizá podemos tener servicio del transporte, de salud, otro tipo de apoyos, pero el empleo es el mejor programa social que puede hacer cualquier gobierno; rumbo allá es donde está enfocando sus baterías el gobierno de la ciudad.
Dice que “es muy buena la comunicación con la Secretaría de Gobernación, con el fin de atender el Fondo de Apoyo a Migrantes, independientemente de los programas locales, pues sirven para la atención de proyectos productivos; también hemos trabajado con el Instituto Nacional de Migración, haciendo caso a aquellos migrantes que tiene un problema más grave y que necesita una urgente atención”.
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—¿Y qué compró con esa ayuda? —se le pregunta a Rosalba Ojeda Barranco.
—Lo que ve aquí: desde muebles, estufas, trastes, todo lo que se ocupa para un restaurancito. Ellos me ayudaron para tener el negocio, donde vendemos comida corrida y variados guisados, platillos nacionales e internacionales.
—¿Y está contenta?
—Feliz, contenta, lo único que espero en Dios es que le den papeles a mi hija o que yo logre sacar mi visa para poder ir —dice, mientras muestra fotografías con su hija Santa, la más chica, de 36 años, quien tiene dos niños con un uruguayo.
Y aquí, en una silla de su restaurante El Sazón de la Negra, está Rosalba Ojeda Barranco, quien nació “para eso, para trabajar”, dice, luego de hacer una mueca y poner un semblante de tristeza cuando se le menciona al próximo presidente de Estados Unidos.