La mujer, de unos 60 años, delgada, trae un lienzo percudido sobre el cuello; dice que es su cubrebocas y entonces deja ver una estropeada dentadura. Está formada desde las nueve de la mañana. Lleva horas y aun así le quedan ganas de sonreír. Al menos es la primera de la fila.
—¿Por qué tan temprano?
—Para ganar un lugar.
Sonríe y pregunta:
—¿Va a dar algo?
La interrumpe un quisquilloso.
—La cola está hasta allá- dice el individuo de ceño arrugado y señala con el índice hacia la avenida Cuauhtémoc, hacia donde el preguntón mira y aprecia la gruesa hilera de cabo a rabo.
El hombre balbucea.
Barba hirsuta y entrecana.
Cierto: la fila culebrea por un extenso tramo del camellón de Álvaro Obregón, una arteria que atraviesa el corazón de la colonia Roma y topa con la Condesa después de cruzar Insurgentes.
La formación abarca un espacio entre las calles de Mérida y Morelia; si decidieran desenroscarla, con el propósito de que estas personas guardaran prudente distancia, como disponen estos tiempos, es probable que bordearía el Jardín Pushkin.
La escena es parte del corredor de moda, ahora de aspecto amodorrado y silencioso, tristón, donde pocos comercios y restaurantes permanecen abiertos, algunos “con servicio para llevar” o para consumir, pero esto último con la condición de que sea en lugares separados. El problema es que no todos los parroquianos obedecen esta disposición.
—Luego, algunos hasta juntan las mesas y se molestan si se les dice que deben estar separados -comenta la empleada de la churrería.
—¿Y aquella gente qué esperará?
—Se ponen todos los días; parece que les regalan algo -explica la empleada, de impecable vestuario y mascarilla, mientras alza el índice y mira hacia la informal hilera que está del otro lado del carril.
La pregunta se le hace a ella con la finalidad de saber más, pues los integrantes de la formación son de pocas palabras y desconfiados.
Por eso, al notar la presencia del curioso, otro más de la hilera tuerce el cuello, mueve la cabeza, para la oreja, menea los ojos, no sea que el recién llegado traiga intenciones de entrometerse.
La misma mujer de hace rato, ya en confianza, señala con el índice hacia el otro lado de la avenida, pero la mayoría de los comercios están cerrados, excepto la gasolinera y un establecimiento de cortina metálica apenas alzada donde hay pocas personas en la banqueta.
Ahí mismo, sobre la acera, colocaron una mesita y un grupo de hombres y mujeres acomodan pequeñas cajas de cartón.
En la cortina se lee: “Bendice el camino”.
Y en la fachada: Custom Rock.
***
Todos los días, desde que comenzó la pandemia, alrededor de 10 clubes de motociclistas obsequian víveres, entre latería, leche en recipientes de cartón, tortas y sándwiches a más de 250 personas sin techo, aseadores de calzado, globeros, desempleados y “a quien lo necesite”.
El centro de acopio está en el número 23 de avenida Álvaro Obregón, en la tienda Custom Rock, especializada en motociclismo, frente a la cual se forma una inmensa hilera de hombres, mujeres y niños en espera de que comience la distribución.
En este lugar surgió la marca Pinche covid, misma que graban en playeras y gorras de color negro. La playera cuesta 600 pesos. El 20 por ciento de la venta es para la fundación Comunal. Por lo pronto la tienda ya donó 65 mil pesos, informa Marco Elizondo.
—Cuéntame cómo nace la idea.
—A partir de los temblores siempre se ha puesto este centro de acopio; la idea es del dueño, José Luis Anaya, quien ofrece este tipo de ayuda con el apoyo de vecinos y motociclistas que hacen donaciones.
—¿Qué contiene la despensa?
—Depende. Por ejemplo, a la gente en situación de calle le damos comida, algunas enlatadas, algo que pueda aprovechar al momento; a una familia, un poquito de arroz, frijol, algo que pueda cocinar en casa.
—¿Qué sientes hacer esta labor?
—Es una bonita sensación. También nos ayudan algunos clubes de motociclistas, restaurantes de la colonia, la propia gente que vive por aquí, vecinos, no solo somos nosotros.
—¿Cuántos están trabajando aquí?
—Tres empleados de la tienda. Aquí se reúnen motociclistas que pertenecen a diez clubes. Ellos traen tortas, sándwiches, agua y jugo, alimentos en general.
***
Y aquí están algunos integrantes del club Hijos del pueblo, con matriz en Puerto Peñasco, Sonora, y una filial en Ciudad de México, que han estado presentes en zonas de emergencia donde prestan ayuda. Oliver Izquierdo es uno de los Hijos del pueblo.
—Nos unimos para rodar y también ayudamos a la gente que más lo necesita. En sismos, por ejemplo, trasladamos medicamentos- informa Oliver.
—¿Y en este caso?
—Ahorita, como se le ocurrió a Pepe Anaya, adoptamos el centro de acopio y traemos comida, o sea, unos box lunch, paquetitos de comida que traen un poco de pasta, una torta de jamón y frutas.
—¿Ustedes los compran?
—Sí, nos cooperamos entre los miembros del club, que somos pocos, y los preparamos y los traemos aquí.
—Ustedes tienen un trabajo formal.
—Sí, claro, cada uno de nosotros tiene su vida laboral. Lo que hacemos es altruismo, en lo que podamos, siempre lo hemos hecho; además, es un pretexto para salir. Salir a rodar y despejarnos un poco, y qué mejor que ayudando a la gente, ¿no?
Un lema está plasmado en su chamarra: “Sobre nosotros solo el cielo”. Luego, la bandera de México y el nombre: Oliver.
Forman parte de otros moto clubs que han “adoptado” el centro de acopio para traer víveres. “A nosotros nos tocó la comida, por ejemplo; y a veces nos ha tocado hacer labor con el moto club de la Harley-Davidson”.
También asisten algunos hijos de motociclistas. Está Emiliano, de 15 años, quien viene desde Metepec, Estado de México. Su padre es amigo del dueño de la tienda. “Es que vemos que la gente lo necesita y por eso venimos. Hemos venido tres lunes”.
—¿Y qué piensas?
—Está padre porque me gusta saber que con poquito puedo hacer que la gente sea feliz y deje de sentir hambre, y porque veo que mucha gente adulta y niños se van con una sonrisa.