Llamo aquí a dos recuerdos que servirán para decir lo que hoy quiero agradecer.
El primero es la vista desde el Castillo, en Tulum.
Ahora ya no te permiten entrar, pero hace treinta y cinco años cuando por primera vez visité el lugar podías subir e internarte por la única puerta a la construcción y asomarte por la minúscula ventana.
Entonces sorprenderte. Asombrarte con la caleidoscópica panorámica del mar Caribe, con sus verdes y con sus azules desde lo más alto del acantilado.
El segundo recuerdo es la historia que escuché alguna vez sobre la casa de un anciano constructor en la Ciudad de México
Resulta que en sus juventudes engancha con su esposa una pequeña casa. Los negocios marchan bien y así van comprando los terrenos vecinos.
Con el tiempo son dueños de un caserón arbolado y bardado que ocupa media manzana.
Pero él y su esposa prefieren que la sencilla fachada de la casa inicial siga siendo el único acceso visible desde el exterior.
Hoy le llaman “bajo perfil”.
Pero la frase es inexacta pues no hace justicia a muchas personas que han preferido la discreción sobre la ostentación.
A tantas personas que tienen una enorme valía interior pero que por carácter y por convicción no la dejan ver.
Personas que no les interesa ser notados o notables, que no presumen fachadas, que tampoco fabrican escenografías y que jamás abrirán el interior de su hogar y de su persona para exhibirse ante multitudes desconocidas.
Que habrán escrito varios libros pero que participan con desparpajo en alguna charla superficial sin mencionarlos siquiera.
Que han viajado por todo el mundo pero que comparten alegres la emoción del amigo que platica su primer viaje.
Personas que participan en diversos negocios con inversiones mayores pero que la medida de su éxito es y siempre ha sido el amor de su familia y el afecto de sus cercanos.
Amigos sabios, tranquilos, discretos y generosos, que no tienen necesidad de encandilar ni de ser encandilados con falsos éxitos. Personas de valores interiores. No de fachadas exteriores.