Hay episodios tan terribles, como los genocidios, cuya sola monstruosidad nos hace creerlos automáticamente superados: simplemente no nos cabe en la mente que puedan repetirse. Si nos resulta difícil aceptar que alguna vez sucedieron, ¿cómo podrían ocurrir de nuevo? Ésta es una manera inocente de pensar (en el mejor de los casos). Sin aducir argumentos consistentes, asumimos que la humanidad aprende de sus errores y que hay lecciones tan dolorosas que nadie querrá pasar por ellas de nuevo.
La historia no tiene palabra. El progreso, imaginado como una ley inexorable que nos lanza constantemente hacia una vida mejor, no existe. No hay un aprendizaje moral que dure para siempre. Existen los sentimientos de tolerancia y aceptación del otro y distinto, pero son frágiles: en cualquier momento pueden evaporarse frente a los odios raciales que resurgen. No exagero. Lo que pasa es que a los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, habitantes de un mundo relativamente próspero y libre de cataclismos sociales mayores, nos parecen inconcebibles las guerras y las persecuciones de pueblos enteros.
Es posible que las actuales generaciones jóvenes no piensen así. Varios académicos de diferentes países me han dicho que estamos presenciando un cambio de época, una regresión del reloj de la historia. En nuestros días, algunos políticos hacen afirmaciones de odio racial que hace algunos años eran impensables.
El número más reciente de la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales (el 228), publicación que brillantemente dirige y edita la profesora Judit Bokser, dedicó su Dossier al Holocausto y otros genocidios. Reúne once artículos y una reseña, escritos por eminentes estudiosos, en los que se aborda el tema desde los más diversos ángulos.
Al referirme arriba a los genocidios “superados” utilicé la palabra en el sentido de algo que se queda atrás para no volver a ocurrir, pero no como algo moralmente superado, algo que se puede perdonar o reparar, de manera que ya no se carga con ello. Esto es lo que en muchos casos no sucede. ¿Qué tiene que ocurrir para superar realmente un genocidio? ¿Qué deberes resultan para los pueblos que tuvieron algo que ver con hechos como estos?
Uno de los artículos de la revista que se refiere a este problema es el del sociólogo estadounidense Jeffrey C. Alexander. Construye su argumento a partir del concepto de trauma cultural. Éste ocurre cuando “los miembros de una colectividad sienten que han sido sometidos a un acontecimiento horrendo que deja marcas indelebles en la conciencia colectiva, marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad futura de manera fundamental e irrevocable”.
El trauma cultural no sólo es propio de las poblaciones víctimas. También se presenta como una elaboración, una especie de toma de conciencia, a cargo de las sociedades cuyos miembros han perpetrado genocidios sobre otra. “Mediante la elaboración de traumas culturales, dice Alexander, los grupos sociales, las sociedades nacionales, y en ocasiones incluso civilizaciones enteras, no sólo identifican cognitivamente la existencia y las fuentes del sufrimiento humano, sino que también pueden asumir la responsabilidad moral por ello”.
Cuando esto pasa se generan condiciones para la acción política y la reparación a través de reformas legales e institucionales específicas. Así sucedió en el caso de Alemania con respecto al genocidio perpetrado contra la población judía. Luego de tres generaciones, y como resultado de un proceso cultural de reconocimiento de la propia responsabilidad en los hechos, Alemania “se convirtió en amiga leal de Israel, la tierra que las víctimas judías del nazismo ocuparon para escapar. La nación previamente nazi alberga hoy a la población judía más grande de Europa central; los judíos alemanes continuamente reportan altos niveles de aceptación y seguridad”.
En este caso, se alcanzó esa empatía con el sufrimiento de los demás que resulta del conocimiento de los hechos ocurridos y la responsabilidad en ellos. La clave es asumir que el sufrimiento de los otros se puede compartir. En esa medida, se amplía el círculo de los que cabemos en la noción del “nosotros” y podemos, en consecuencia, actuar con sentido de solidaridad. Sin la tarea de cineastas, escritores, periodistas y, en general, los trabajadores de la cultura, que muestren al público los hechos desagradables y ayuden a forjar su sentido de empatía a través del conocimiento de lo acontecido, estos procesos de elaboración del trauma no serían posibles.
Alexander señala que están pendientes otros procesos como éstos relacionados con crímenes colectivos perpetrados contra otras poblaciones. Me pregunto si los mexicanos no necesitamos hacernos cargo de las decenas de miles de muertes provocadas en el contexto del combate al narcotráfico. ¿Podemos hacer como si todos estos horrendos acontecimientos no estuvieran ocurriendo?