En el trasfondo del salvaje e inmisericorde linchamiento a un porrista de escasos 21 años, aficionado al equipo de futbol Tigres de la UANL, al que presuntos rivales rayados le hundieron el cráneo a pedradas y le tasajearon el abdomen con vidrios de caguamas rotas, hay una inexcusable responsabilidad social que se reparte en distintos modos entre padres de familia, funcionarios, agentes policiacos, así como empresarios y directivos locales y nacionales de este deporte organizado como negocio, que en Monterrey se hace pasar con sello de genética regiomontana bipolar (Tigres o Rayados).
Ostentada esa filia casi desde la cuna del nacimiento, la exacerban los promotores de rivalidades fanáticas para acrecentar en su beneficio la taquilla de los encuentros en los estadios; al tiempo que fomentan en ellos el consumo de bebidas alcohólicas, cuya publicidad asocian a una deformada esencia norteña: futbol, carne asada y altos consumos de alcohol.
Pese a prohibiciones diversas de orden regulatorio, vez con vez, los municipios aledaños a los estadios otorgan permisos de excepción para vender bebidas alcohólicas a los jóvenes que por la regularidad con que se otorgan son consuetudinarios.
La que a menudo es una sociedad mojigata, en estas ocasiones voltea a ver para otro lado si observa algún reparo que pudiera hacerse a lo que pasa en estos templos-estadios de adoración a un fanatismo que ya ni en el buen desempeño del juego repara. En esos cotejos seudodeportivos la actitud exhibida por los hinchas es para decirlo coloquialmente “puro desmadre”. Ni se fomenta el deporte como sana práctica de desarrollo físico, ni se promueve algún espíritu de elevada competitividad que forje a los individuos. Es solo un espectáculo más y a menudo de pobre calidad, escondida tras las estridencias de medios que llevan agua a su molino.
La sociedad regiomontana se incendia en violencias intrafamiliares y externas cada vez más irracionales (si tal cosa tiene algún sentido). Ya no solo es la impuesta por el crimen organizado que ha normalizado la ejecución diaria de cinco a ocho personas en promedio en toda el área metropolitana, ahora son jóvenes veinteañeros capaces de transformarse en turbamultas que pueden linchar a un congénere por sabe qué fruslería, que en realidad a nadie importa. Llevados como animales por el olor de la sangre, solo la sinrazón de su furia los guía y descargan su frustración y encono social en contra de otros a los que hasta un vehículo es bueno para deliberadamente lanzarlo a atropellar individuos como bolos de boliche.
Con cobardía análoga y testigo mudo e impasible de todo esto fue la Policía presente en el lugar pero buena para nada, ya que en lugar de imponer el orden, se escabulló para “ponerse a resguardo hasta que llegaran refuerzos”. En el colmo, sus jefes los justificarán: no actuaron para disolver la trifulca porque eran pocos contra muchos y actuaron —dicen— conforme al protocolo, “además llevaba armas largas”. Lo que lleva a hacer preguntas absurdas: ¿dos policías armados no se pueden imponer a una turba de jóvenes enloquecidos y ni siquiera prestar primeros auxilios a la víctima una vez que se hubieron retirado sus agresores? Y si no pueden ni hacer un par de disparos al aire para dispersarlos ¿para qué portan armas? Con armas o sin armas, superados en número o no, mostraron un pésimo adiestramiento para manejar disturbios sociales. Y peor resulta la excusa que esgrime el responsable de seguridad de la entidad sobre la razón por la cual patrullaban solitarios esa avenida aledaña al estadio y nunca llegaron los refuerzos: “la mayoría de los efectivos y patrullas disponibles estaban ocupados en un operativo de protección al gobernador de NL”.
El epílogo como siempre deriva en una culpa lanzada a los “foráneos” cuyas porras de equipos de otras latitudes ya no podrán entrar a los partidos que se celebren en Monterrey. Ni eran motivo de la discusión y salieron penalizados con la pérdida de sus derechos constitucionales por los mismos grandes empresarios que decidieron continuar la venta de alcohol en los estadios. Expulsarán a los responsables una vez que los hallen (frase trágicamente familiar) pero seguirán permitiendo que las porras existentes potencialmente hagan de las suyas siempre y cuando ya no lleguen al estadio en “caravanas”.
Mientras tanto, la joven víctima se debate entre la vida y la muerte con una parte del cráneo destrozado.
Detrás del salvajismo
- Entre pares
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Guillermo Colín
Ciudad de México /