El clima de final de verano en Nueva York es mutante a velocidad pasmosa. Apenas el miércoles, el termómetro estaba cerca de los 30 grados Celsius, mientras que la humedad era de esas que adhería la ropa de incomoda forma al cuerpo, más cuando la grasa domina tu masa corporal.
Eso fue antier, puesto que este jueves las tormentas comenzaron desde antes que amaneciera para empapar periódicos, bolsas de basura y cajas que sirven de hogar a los sin techo que, como síntoma, crecen conforme la economía sufre por las malas decisiones económicas y la división política.
La crisis económica no impide que los hoteles estén impagables, sobre todo por la época del año. Cierto, cerca del Hudson se lleva a cabo la asamblea anual de la ONU, pero eso no debería de ser razón para que las tarifas en hoteles como St Regis o el Plaza llegaran a los 100 mil pesos por noche.
Bueno, tal vez sería porque Biden visitó la ciudad para desquiciarla un poco más de lo acostumbrado. El presidente de los Estados Unidos fue a las Naciones Unidas a denunciar la invasión rusa a Ucrania. Olvidó mencionar los intereses personales en la región y la insistencia de que la OTAN fuera protagonista en un conflicto que pudo ralentizarse. Demasiado tarde: hoy en día cualquier sugerencia hacia la solución es ponerse de un lado, aunque el presidente López Obrador no lo entienda… para desgracia de Ebrard.
Putin ha puesto sobre la mesa la amenaza nuclear, Jacobo, nuclear… y el draft para la población varonil en búsqueda de engrosar las filas de una milicia rota, rebasada por la astucia y el bridón ucraniano. No es algo de halagar la obligación a pelear que ha impuesto la oligarquía rusa, pero no es nada lejana al draft impuesto en los sesenta por los norteamericanos con su población para, con ello, intentar tapar el hoyo creado en Vietnam.
Biden habló en la ONU y luego transitó por la avenida más conocida de la Gran Manzana, seguro como un desafío al habitante más famoso de la misma.
Ese mismo miércoles, Donald Trump recibió dos golpes por parte de la justicia. Primero, las autoridades de Nueva York comenzaron un procedimiento contra el expresidente, sus hijos y su organización. Algo debieron encontrar porque, por fin, dieron pie a las acusaciones de fraude de la estrella de realidad. La explicación sería muy sencilla: Trump habría mentido en el valor de sus empresas, con lo que pidió prestamos sin tener un aval real para pagarlos. Al final, los afectados serían los cuentahabientes de las instituciones que acreditaron al millonario. No puede haber dos parámetros para la ley, dijo la fiscal. Ojalá fuera cierto. De resultar culpables, las empresas de Trump quedarían inhabilitadas para poder hacer negocios en Nueva York. Pena de muerte empresarial.
En el lado político, el Donald vio como una corte de apelaciones aceptó que el Departamento de Justicia continuara con la clasificación de los documentos que Trump sustrajo ilegalmente -según el gobierno norteamericano- de la Casa Blanca. El expresidente insiste: cada hoja encontrada en Mar a Lago estaba desclasificada, así fuera en su mente.
Todo esto, no obstante, no es el principal interés de la población de la Gran Manzana. El descubrimiento de un cuerpo desmembrado en Brooklyn y la remodelación de la estación Penn del metro tienen la atención social. Algo parecido a nuestro país, donde temblores y robos han rebasado la discusión pública de esta semana.
Algo deberíamos de entender de una audiencia cansada de la hiperpolitización que no lleva a nada, más que a la indiferencia.