La noticia fue primero viral en redes y luego escaló a los medios tradicionales. A mediados de la semana pasada, una menor de edad se había perdido en la alcaldía de Xochimilco de la capital.
La indignación esa real y válida: la madre había llegado apenas unos minutos tarde por su hija a la escuela Enrique Rebsamen -sí, llamada igual que la trágica tumba de niños en Tlalpan- y su niña ya no estaba. En un inicio, el llamado en redes era para localizarla y señalar el error u omisión del plantel. La realidad cambió eso para dar paso al horror.
Fátima apareció muerta en Tláhuac. Los vecinos comenzaron una movilización que llegó a la vida digital y de ahí, a los medios. A la mañana siguiente, el presidente decidió que era su problema pero no su responsabilidad de origen: las causas de esos comportamientos venían de políticas de posesión, materiales, del egoísmo. Una vez más, López Obrador confundió -o intentó confundir- el papel de presidente con el de teólogo o pastor. No resultó.
La población en conjunto encontró que la salida a los bajos índices de resolución de justicia en México viene de la indignación y la exigencia reflejada en todos niveles. El caso Fátima afectó a la población en general más que cualquier otra crisis del gobierno actual. Es natural: la gente puede soportar el que no se capturen criminales, se frivolicen tragedias o se divida a la población. Lo que es inaceptable para una sociedad entera es la muerte de niños. Alguien debió regalarle al presidente la primera temporada de House of Cards para recordar la estrategia de Frank Underwood de presión en una negociación política.
Esa presión social ha puesto contra las cuerdas el discurso diario desde la conferencia matutina pero, más importante, movilizó a una población para encontrar respuestas y justicia.
De ahí que los medios dedicaran espacios amplios no solo a relatar la historia sino también a difundir la cara de la secuestradora. Luego, la difusión del video donde se ve a la mujer que llevaba a Fátima de la mano vestida de una forma tan característica que, quien la conocía, la podía reconocer, como sucedió.
Fue tal la presión de los medios que los presuntos responsables se vieron acorralados y huyeron a un lugar donde, de nuevo, los habitantes y hasta familiares actuaron para denunciarlos ante la autoridad.
Ha habido casos donde un pitazo de ciudadanos ayuda a dar término con búsquedas de días o semanas. El chacal de La Condesa en los ochenta o el Narcosatánico Adolfo de Jesús Constanzo cayeron a partir de denuncias ciudadanas que se enteraron de los casos en la influyente televisión de los ochenta.
A veces, la articulación de una buena difusión de datos y casos -más allá del morbo y la curiosidad natural de estos casos- terminan por llevar a buen puerto investigaciones y hacen a la sociedad más participativa y consciente de episodios que no debieran repetirse.
Conciencia que va más allá de una declaración o dogma sobre el que se centra el gobierno actual.