Encontré, hurgando en los anaqueles de mi ya vetusto librero, el poemario “Exhumación de la imagen”, edición de autor: noviembre de 1985.
Ah, como dijo el ciego clarividente de Buenos Aires, “la trágica erosión de los años”: media la friolera de 34 años desde aquella publicación, para decirlo con un adjetivo pomposo, pedante, primigenia.
Hay varios poemas que aún me gustan, pero son los menos del libro. Uno, acaso el que más, se intitula “Puerta o ventana”, y su inicio es perturbador aún ahora:
“Me llevaré la serenidad/de tu amorosa huella/a los deshabitados cementerios./Tu dedo índice se levanta/para escribirme ahora/con nueva mímica./Azota mi organismo una furiosa/conspiración de vegetales angustias”.
Y el final que induce o provoca una conjetural circularidad estética: “Me llevaré la serenidad/de tu amorosa huella,/el lápiz de polvo que traza los caminos/y el contorno de tu ausencia/que es un nimbo/de sangre congelada”.
Ha llovido mucho desde entonces, pero advierto cierta correspondencia con poemas de nadie menos que Ramón López Velarde: “Siempre prendido a ti,/siempre adherido a tu invulnerable/eternidad callada./Siempre ceñido/a los movimientos armoniosos/de tus sensuales brazos”.
Perdón por el autobombo (“alabanza que uno hace de sí mismo o de sus cosas”: María Moliner).
Por eso recuerdo que en Coyoacán (¿1993?), en la casa de Luis Cardoza y Aragón, mi entrañable amigo Alejandro González Acosta me dijo entusiasmado: “Mi Gilbert: cachorro de buena camada”.