La serendipia me persigue. Me persigue con tozudez, de obstinado modo, la serendipia intelectual: ando en busca de un dato y me sorprende algún insólito hallazgo como, por ejemplo, ahora que hurgaba en el baúl de los gentilicios, en la anchurosa arca de los topónimos, salió a mi encuentro el nombre de quienes habitan el pequeño pueblo Yunquera de Henares, 15 kilómetros al norte de Guadalajara (España).
Un pueblo agrícola que degusta el pan con chorizo o el roscón benéfico de San Antón, el santo patrón de los animales. Eso sí: todo regado con vino tinto o rojo.
Yunquera, al costado del río Henares, significa “abundancia de juncos”, pero ellos han absorbido otro gentilicio, uno de los más raros, de los más atípicos y que, por supuesto, no figura en las guías turísticas ni en la promoción de ese lugar hermoso, pintoresco y subyugante:
los tres adjetivos le cuadran al edén español, que no termina por aceptar ese gentilicio que deriva de una imagen de San Gregorio ayuno de cabello en cierta zona de la cabeza y, por ello, el gentilicio o apodo alterno de los yunqueros de Henares es, así sin más, trasquilados.
Una palabra solo equiparable a chichilindris (Arroyo de la Miel, Málaga, donde nació el tremendo jugador Isco Alarcón), conejeros (Villa de conejos, Madrid) o Cenicerenses (Cenicero, La Rioja).
Aunque quizá y sin quizá el mote de trasquilados lleva la palma, la generosa palma de la retranca apelativa.
Va que va.
