Política

García Márquez

Lo sabe mundo y medio, en mayo de 1967, hace cincuenta años, se publicó Cien años de soledad. Nada volvió a ser igual en las letras del mundo. Gil caminó sobre la duela de cedro blanco y se acercó a un entrepaño, extraña palabra, y de él extrajo Notas de prensa. Obra periodística 5 —1961-1984— (Editorial Diana, 2003), una quinta parte de esa obra monumental: el periodismo de García Márquez, un poderoso engranaje que reúne diversos artículos acerca de cómo y para qué se escribe. Gil encontró sus viejos subrayados. La mano de Gilga arroja algunos a esta página del directorio.

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Se es escritor simplemente como se es judío o se es negro. El éxito es alentador, el favor de los lectores es estimulante, pero éstas son ganancias suplementarias, porque un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras aun con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan. Es una especie de deformación que explica muy bien la barbaridad social de que tantos hombres y mujeres se hayan suicidado de hambre, por hacer algo que al fin y al cabo, y hablando completamente en serio, no sirve para nada.

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[…] la guerra cotidiana con las palabras no respeta fronteras. Un pobre hombre solitario sentado seis horas diarias frente a una máquina de escribir con el compromiso de contar una historia que sea a la vez convincente y bella agarra sus palabras de donde puede. La guerra es más desigual aún si el idioma en que se escribe es el castellano, cuyas palabras cambian de sentido cada cien leguas, y tienen que pasar cien años en el purgatorio del uso común antes de que la Real Academia les dé permiso para ser enterradas en el mausoleo de su diccionario.

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Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad. Lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera pero pensé que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empezó a ser conocida, surgieron en distintos lugares de las Américas las confesiones de hombres y mujeres que tenían algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo había revelado hasta que leyó Cien años de soledad. Su explicación era más asombrosa que su cola. “Nunca quise decir que la tenía porque me daba vergüenza”, dijo, “pero ahora, leyendo la novela y oyendo a la gente que la ha leído, me he dado cuenta de que es una cosa natural”.

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Siempre he tenido un prejuicio contra los intelectuales, entendiendo por intelectual a alguien que tiene un esquema mental preconcebido y trata de meter dentro de él, aunque sea a la fuerza, la realidad en que vive. Graham Greene, que al parecer tiene el mismo prejuicio, explicó alguna vez que los novelistas no somos intelectuales, sino emocionales, y ese esclarecimiento me puso la conciencia en orden.

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Parece que los poetas son los lectores más ávidos y perseverantes. De los novelistas, en cambio, se dice que sólo leen para saber cómo están escritas las novelas de los otros escritores, y descubrir en ellas hasta los tornillos más ocultos del oficio. Algo así como desmontar todas las piezas de un reloj para descubrir cómo está hecho y armarlo de nuevo, de manera que los otros no tengan secretos artesanales que uno no esté en condiciones de aprovechar.

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[…] el sentimiento más nítido que me suscita la idea de mi muerte no es tanto de miedo como de rabia por su tremenda injusticia. Peor aún en un escritor que vive de contar sus experiencias, y que, sin embargo, tiene que vivir resignado al desastre final de no poder contar la más importante y dramática de todas: la experiencia de la muerte.

Cierto: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que sostiene la botella de Glenfiddich 15, que al parecer Luis Hernández Navarro no ha probado, allá él, Gamés pondrá a circular la frase de Sartre por el mantel tan blanco: El mundo podría existir muy bien sin la literatura, e incluso mejor sin el hombre.

Gil s’en va

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Gil Gamés
  • Gil Gamés
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  • Entre su obra destacan Me perderé contigo, Esta vez para siempre, Llamadas nocturnas, Paraísos duros de roer, Nos acompañan los muertos, El corazón es un gitano y El cerebro de mi hermano. Escribe bajo el pseudónomo de Gil Gamés de lunes a viernes su columna "Uno hasta el fondo" y todos los viernes su columna "Prácticas indecibles"
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