La búsqueda de esta y otras respuestas a otras preguntas, fue la razón de ser del surgimiento del budismo.
El budismo nos enseña que no deberíamos eludir el hecho de la muerte sino confrontarlo cara a cara. Nuestra cultura contemporánea ha sido descrita como una cultura que busca evitar y negar la cuestión fundamental de nuestra mortalidad.
El ser conscientes de la muerte, sin embargo, nos obliga a examinar nuestras vidas y a tratar de vivirlas de forma significativa.
La muerte nos capacita para atesorar y valorar la vida; nos despierta a la maravilla de cada momento compartido. En la lucha por navegar a través del dolor de la muerte, podemos forjar un luminoso caudal de fortaleza en las profundidades de nuestro ser. A través de esa lucha, nos volvemos más conscientes de la dignidad de la vida y nos mostramos más dispuestos a empatizar con el sufrimiento de los demás.
Desde la perspectiva budista, la vida y la muerte son dos fases de un continuum. Se gira de vida manifiesta a vida latente. La vida no comienza con el nacimiento ni termina con la muerte. Todo en el universo, -desde los invisibles microbios del aire que respiramos hasta las grandes espirales de galaxias- está sometido a estas fases.
Las preguntas fundamentales de la vida y la muerte son, en definitiva, una cuestión de teorías y creencias. Lo realmente importante es cómo vivimos, ser conscientes del tesoro que es la vida y del valor que podemos crear durante una existencia, que, en palabras de Nichiren, (1222), transcurre “tan rápido como un potro blanco que pasa al galope y al que apenas alcanzamos a ver por la rendija de un muro”. La mayoría de nosotros tendemos a pensar que siempre habrá otra oportunidad para encontrarnos y conversar una vez más con nuestros familiares y amigos, así que no importa si hay algunas cosas que quedan sin decir. Sin embargo, para vivir plenamente y sin ningún arrepentimiento, debemos expandir nuestro ser al máximo y darnos a los demás por completo, pues quizá, ese podría ser nuestro último encuentro.