Hidalgo y Coahuila son dos estados que no han sido parte de la alternancia subnacional, aquella que comenzó en Baja California, en 1989. La alternancia es valorada desde la ciencia política como una dimensión importante de la democratización del país; de ahí, por ejemplo, la importancia que se atribuye a la victoria de Fox el año 2000. Sin embargo, con frecuencia se suele obviar o ignorar lo que acontece a nivel local, particularmente lo que el politólogo Germán Petersen denomina enclaves autoritario-competitivos, es decir, “regímenes autoritarios estatales, dentro de un régimen democrático nacional, en donde el abuso del Estado por parte de las élites autoritarias” viola atributos de competencia democrática.
Es bajo esta idea que se puede entender un poco de lo ocurrido en los comicios de Hidalgo y Coahuila, fuera de los análisis que señalan que los resultados son prueba del desgaste del Gobierno Federal —cosa que, por el momento, se antoja como factor mínimo si tenemos en cuenta que la aprobación al trabajo del presidente se ha mantenido en promedio en un 60% a lo largo del año—. Y si bien no estuvieron en juego las gubernaturas en ambas entidades, los resultados sí dejan ver los resortes de los enclaves autoritario-competitivos y los procesos que enfrenta cada uno de ellos.
En Coahuila, la hegemonía priista perdura sobre la base de su estructura partidista: no sólo destacan los candidatos vinculados socialmente sino las vecinas organizadas, las llamadas “lideresas” que, a través de los años, básicamente han profesionalizado su movilización popular y electoral con su buena dosis de prácticas mafiosas, clientelares y fraudulentas. Mientras tanto, en Hidalgo, si bien persistieron dichas prácticas, aunadas a actos violentos, también se deja ver un reblandecimiento de la hegemonía priista, sobre todo por el desmantelamiento de las élites dominantes. Destaca un sector del Grupo Universidad, el cual, tras la detención de su líder, Gerardo Sosa Castelán, encontró un salvavidas en Morena dirigida por Ramírez Cuellar, teniendo como resultado la postulación de candidatos afines a este grupo.
Estos enclaves —aunados al del Estado de México— representan uno de los pendientes principales del proceso de construcción de democracia en México y, por lo visto hace ocho días, podrían suceder un par de cosas. La primera es que ocurran alternancias encabezadas por las viejas élites priistas, cuyos miembros decidan migrar a otros partidos —siendo esta la opción adoptada explícitamente como estrategia por partidos opositores en muchos de los estados donde no había habido alternancia en elecciones pasadas (los casos de Yunes, Moreno Valle, Malova, todos fracasados)—. La segunda es que surjan verdaderas estructuras de partido con perfiles capaces de derrotar a las viejas maquinarias, un cambio que se antoja más difícil y más profundo.
Si Morena pretende seguir con la bandera de la democratización, lo que mínimamente debe exigirse es que con miras a las elecciones de Hidalgo en 2022 y de Coahuila y Estado de México en 2023, su nuevo dirigente Mario Delgado tome como prioridad el impulso de una serie de perfiles que, junto con una verdadera estructura partidista, logren romper ese vínculo de élites autoritarias y dar paso a las alternancias que faltan. Será eso o seguir en la pepena.