Pocas expresiones del urbanismo neoliberal resultan tan lesivas para el derecho a la ciudad como la gentrificación. Bajo el disfraz de renovación urbana, este proceso transforma barrios vivos en vitrinas inmobiliarias para el consumo del capital, encareciendo la vivienda, desplazando comunidades y fracturando el tejido social que da sentido al espacio público de la ciudad. Hoy, Guadalajara experimenta esta reconfiguración excluyente, sin que las autoridades parezcan dimensionar el daño.
En la Colonia Americana —recientemente incluida por Time Out como uno de los barrios “más cool del mundo”—, así como en zonas como Santa Tere, Mexicaltzingo, la Obrera o el Centro Histórico, se ha desplegado una transformación agresiva. Proliferan los desarrollos verticales, bares “de autor”, galerías, coworkings y Airbnbs que han reemplazado fondas, papelerías y vecindades. Esta mutación no es espontánea, es producto de un modelo de ciudad orientado a la inversión, no al bienestar.
Más del 7% de las viviendas del centro tapatío están destinadas a estancias cortas. En Colinas de San Javier, esta cifra asciende al 34.46%, mientras que en la colonia Obrera ya alcanza el 29.65%. Esto reduce la oferta para alquiler tradicional y expulsa a residentes con ingresos modestos. El fenómeno no es menor, según el INEGI, el 76.7% de la población del AMG percibe entre uno y dos salarios mínimos; apenas un 1.6% gana más de cinco.
Paradójicamente, mientras los precios de renta larga alcanzan hasta los 100 mil pesos mensuales en desarrollos exclusivos como Las Lomas Golf & Hábitat Norte, la mitad de la población gana menos de 12 mil pesos. ¿Quién puede vivir aquí? Muy pocos, salvo el capital especulador o el turista de corta estancia.
La respuesta institucional ha sido tibia, cuando no, cómplice. Guadalajara presentó en mayo el programa “Vivienda para Vivir Bien”, pero elude mencionar el término ‘gentrificación’. No es omisión, es cálculo político. Reconocer el problema implicaría confrontar los intereses de desarrolladoras, plataformas como Airbnb y propietarios que lucran con la crisis habitacional.
El IMEPLAN ha advertido que más de 1.25 millones de personas habitan en condiciones irregulares en el AMG. El IJALVI, por su parte, reconoce un déficit de 65 mil viviendas y la existencia de seis mil fraccionamientos sin servicios. Pero mientras tanto, Guadalajara premia la especulación, con descuentos al predial y desregulación al uso del suelo.
La solución no puede limitarse a subsidios o buena voluntad. Cada peso que se gana con la valorización urbana debe servir para financiar servicios públicos, no enriquecer a un pequeño grupo. Alrededor de 1.2 millones de personas viven en asentamientos informales en el Área Metropolitana de Guadalajara, lo que equivale a casi una cuarta parte de su población. Este dato no sólo habla de un rezago histórico en planeación urbana, sino de una exclusión sistemática, quienes no pueden pagar una vivienda formal quedan relegados a zonas donde el Estado es apenas una sombra.
La informalidad implica vivir sin escrituras, sin acceso pleno a servicios públicos, en colonias con infraestructura deficiente, inseguridad cotidiana y sin garantías jurídicas mínimas. Lejos de integrarlos, la política urbana ha normalizado este modelo segregador, excluyente. Se construye para unos cuantos, mientras se expulsa a miles al margen del derecho.
La desigualdad se expresa con crudeza. Mientras barrios como Colinas de San Javier, Providencia o la Americana, concentran inversión inmobiliaria y desarrollos verticales de alto costo —en muchos casos vacíos o destinados al turismo de paso—, colonias como Tetlán, San Andrés o El Zalate padecen abandono, precariedad y saturación urbana. Esta dicotomía refleja una ciudad dual. En una, se estimula la acumulación y el consumo; en otra, se tolera el hacinamiento, la precarización del transporte y la violencia estructural. Es un urbanismo que produce ciudad para el capital, no para las personas. En lugar de corregir la desigualdad, el modelo de ‘desarrollo’ la consolida desde el trazo mismo del territorio.
La ciudad no debe ser un objeto solo de mercado. Si el desarrollo urbano no se basa en el derecho a habitar con dignidad, estamos construyendo una Guadalajara, pero, sin tapatíos.