Cansan los alegatos de quienes se molestan con el uso del lenguaje incluyente. Que si la Real Academia Española, que si las costumbres, que si las reglas.
Las reglas, las conductas y la Real Academia Española son machistas, reflejos de la cultura machista y excluyente de la que surgen y en la que evolucionan.
Por ello, alterar la regla para incluir a la mitad de la población del mundo, hacerla visible y presente, es un avance.
Pero no solamente en las cuestiones de género el lenguaje nos falla. Nos falla a cada momento. Ya lo decía Wittgenstein “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”.
Con mi lenguaje interpreto al mundo y del mundo abarco apenas lo que mi lenguaje abarque.
Desde niño he pensado que aprender a leer es como una maldición. Los signos negros sobre la página blanca, los extraños trazos que hoy uso para comunicarme, adquieren un significado para siempre.
Desde niño intentaba ver una página como una colección de trazos negros sobre un fondo blanco y resulta imposible.
Por más rápido que mueva las páginas frente a mis ojos, hay palabras que me brincan. Lo que veía ya no eran trazos, tenían ya un significado.
No sólo una pronunciación sino una idea. Aprender a leer es, en cierta forma, perder una inocencia.
Dice el filósofo David Abram “el lenguaje escrito no solo impacta a la experiencia de nuestra propia subjetividad, sino que impacta profundamente nuestra experiencia sensual de lo que nos rodea.
Tanto, que tengo que decir que el alfabeto ha jugado un papel clave en la crisis ambiental que se profundiza y nos sale al paso en todo lugar”. El alfabeto es un intermediario entre nosotros y la realidad.
El lenguaje escrito nos convierte en sujetos pasivos e inmóviles en un mundo dinámico y cambiante.
Ojo, no abogo por volver a una sociedad pre-alfabética, pero sí llamo la atención sobre el lado oscuro de lo que nos han vendido siempre como bueno.
Dejemos de vez en vez a un lado el texto y encendamos los sentidos. Abracemos el mundo antiguo y mayor con manos, pies, narices, labios, ojos, brazos y piernas -con el cuerpo todo- y volvamos para compartirlo con otros no de manera escrita, sino platicado, sentados alrededor de una fogata.
Si lo hacemos, estaremos encendiendo la llamita de la inteligencia que arde en nuestros cráneos desde los tiempos profundos, antes de los textos escritos.
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