Ni duda cabe, estamos en una crisis. Cuando entramos a ella ya estábamos en otra crisis.
Una crisis grandota, la del cambio climático. Cada vez había más voces que nos decían que la casa se estaba quemando y que deberíamos actuar en consecuencia.
Los líderes mundiales no oían. Nuestro presidente le metía -y le mete- más gasolina al incendio construyendo una refinería y amenazando al último pedacito de selva que nos queda. Fatal.
Hoy, ante la amenaza directa a la salud que es el coronavirus, actuamos como si la casa se estu-viera quemando. Bueno, unos más que otros. Nuestros gobiernos -federal, estatales y municipa-les- con poquísima fortuna y nulas muestras de liderazgo o inteligencia.
Actuar hoy con urgencia es imperativo. Un virus nuevo es una amenaza ignota que nos amenaza a todas y a todos.
Las medidas que estamos tomando habrán de desconchinflar vastas áreas de la economía, sin duda.
Hoy, creo, no debemos estar mirando sólo el desastre de salud y económico que se viene, sino también debemos pensar como reporientar el barco.
Debemos imaginar un mundo mejor, más justo y más fuerte. Sobre todo un mundo que reduzca el riesgo de más sustos como éste.
Pandemias habrá siempre pero es un riesgo que podemos manejar. Tenemos que cuidar nuestra relación con la naturaleza.
Un ecosistema íntegro, sin la presencia brutal y destructora de lo que llamamos civilización occidental, será un soporte de vida y de bienestar.
Los últimos sustos (HIV, SARS, Gripe H1N1, Ébola, MERS y el Covid-19) tienen en común haber surgido del contacto brutal de nuestra “civilización” con otros seres.
Tenemos que recuperar el sentido de la reverencia por la vida. Abandonar la violenta soberbia con la que entramos a la naturaleza y con la que tratamos a otros seres.
No hablo sólo del bulldozer y el trascabo. Me refiero también a la bocina, la basura y el fuego en el día de campo.
Soñemos otra manera de relacionarnos con la naturaleza. De ella somos parte y de ella surgimos. Dos razones para no solo respetarla, sino venerarla. Aquí y en China.