Me ha estado creciendo el gusto por salir solo al monte. Ya saben, cosas de la pandemia. Treparse a un coche con un amigo que vive en su casa y ve a otros amigos implica un riesgo.
Los sitios cerrados son lugares propicios para el brinco del virus. Hoy que vemos atónitos, congelados, la exacerbación de la pandemia ningún cuidado es excesivo.
Ir solo al monte, al río, nos priva de otro par de ojos y del gusto de las experiencias y las sorpresas compartidas. Ir solo, por otra parte, agudiza los sentidos y convoca a la introspección.
En soledad, el único diálogo posible es con uno mismo y con aquello que lo rodea. Aún cuando las piedras, las plantas y los animales no tengan voz, es posible entablar un intercambio.
No es que de pronto ingresemos a un mundo de fantasía. No es que de pronto seamos cenicienta y los animalitos que le ayudan a salir adelante. Es algo más serio, más profundo, más telúrico.
De pronto la conciencia no se enfoca en un ave, en una flor o en un insecto. Ni siquiera en una piedra o un cerro. De pronto, la unidad de atención es el paisaje, el planeta entero.
Estuve este Día de Muertos en el Cañón de Fernández, con el sol aún tras los cerros, la Luna llena a punto de esconderse. Vi como se iban iluminando las copas de los sauces uno por uno. Primero los más lejanos, pero poco a poco los más próximos.
Oi el borbotear del agua en un rabión, vi como la luz viajaba hacia mí, una ilusión causada por la Tierra girando y la sombra del cerro retirándose trayendo la luz del lejano Sol.
La conciencia cambia de estado sutilmente. De pronto estás consciente del Alzacolita que se emperifolla en la otra orilla, del graznido del Cuervo saludando a la mañana desde un alto álamo, de la Garcita dedos dorados removiendo el cieno con un temblor cómico de su pierna para obligar a su presa a revelarse y ser comida.
No es una cosa lo que captan tus sentidos, es el todo.
El olor del aire frío y limpio y las series de dos discretos “clics” emitidos por una pareja de Martines pescadores verdes comprobando mutuamente sus respectivas ubicaciones. Paradójicamente, la atención se enfoca en múltiples detalles simultáneos.
Por momentos como estos, este Día de Muertos inmerso en la vida en el Cañón de Fernández, vale la pena ir solo al monte, al río.
El sentimiento de paz y de esperanza, pero sobre todo de pertenencia, no puede conseguirse de ninguna otra manera.
Sólo, tranquilo pero a la vez eufórico, sin nadie a quién relatarle la experiencia, asimilándola toda y atesorándola.
Hasta escribirla hoy, aquí, con las palabras brotando del corazón a las teclas de mi computadora.