En 1984, su escalofriante profecía distópica, George Orwell anticipó un mundo totalitario hecho de significantes vacíos. Un mundo cuyo lenguaje distingue entre el común a todos, ahora proscrito, y otro nuevo, un lenguaje oficial hecho por decreto que no se corresponde con el significado de lo realmente existente.
Junto con esa neolengua (newspeak), otros dos requisitos “talismánicos” determinan la construcción de un sistema político opresivo que se apodera de la conciencia y la mente de todos los individuos: el control de la realidad (reality control) y el doblepensar (doublethink).
La función de la neolengua es necesaria para lograr el control de la realidad y establecer el dominio del doblepensar. Los gobernantes de la sometida sociedad de Oceanía, un Estado dividido entre una abrumadora mayoría de los llamados proles y la pequeña capa dirigente que actúa en nombre del omnipresente Gran Hermano (Big Brother), engañan sistemáticamente a la sociedad.
Esta política de la uniformidad y el determinismo, sostenida en una persuasión pública y subliminal cuyos instrumentos son tecnológicos, representa un proyecto de dominación donde las medidas gubernamentales se anuncian en beneficio del pueblo. Tres consignas predominantes en la Oceanía de 1984 son ejemplo de ello: “La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud”, “La ignorancia es la fuerza”.
Orwell encontró en los discursos del lenguaje político (y ahora mediático) esta forma del decir —“en gran parte la defensa de lo indefendible”, según su ensayo Politics and the English Language— compuesta de eufemismos, de una retórica falsa y nebulosa. Una fraseología necesaria “para nombrar cosas sin evocar imágenes de ellas”.
La neolengua elimina el complejo de ideas y sus conceptos integrales, neutralizándolos mediante una simplificación enajenante y reductiva, llena de metáforas muertas, palabras vacuas, frases hechas y lugares comunes. Un lenguaje decadente y empobrecido que solo libera ruidos, inhibe el pensamiento y convierte a las personas en víctimas inermes de la manipulación del poder y sus intereses de dominación.
C. K. Ogden, lingüista y filósofo que influyó en Orwell, señaló que el lenguaje bien entendido y manejado apropiadamente permite conocer y aclarar los procesos mediante los cuales las palabras se convierten en formas fijas de comportamiento, en formas de vida e interpretación. Permite tomar conciencia de lo que “la historia y la sociedad nos están haciendo decir”. Todo sistema mundo consiste siempre en un lenguaje.
La neolengua de 1984 es un telegrafés —hoy impuesto como norma universal a través de la dramática reducción de palabras de los medios masivos, las redes sociales y las instituciones educativas (el uso de entre 70 y 120 términos en idiomas poseedores de miles de voces)— que se caracteriza por estructuras de frases simples, una complejidad reducida al máximo posible y abstracciones inexistentes.
Los campos semánticos en la posmodernidad se han evaporado y la valorización y la crítica inherentes al lenguaje complejo están casi eliminadas. De ahí que hoy la mayor parte de la lengua sea autorreferencial (el yo, la hipótesis inútil, es el vocablo más repetido) y persistentemente anecdótica (una condición menor de la experiencia y la reflexión cognitivas).
En la amnesia que caracteriza a la época, la filosofía dirá que la verborrea llena la inmensa mayoría de las vidas humanas y atestigua “el eclipse del logos, su retirada a la simulación”. Ese “olvido del ser”, manifiesto primariamente en el lenguaje, es la causa activa de la anomia individual y de las locuras colectivas actuales. El ser humano es un “alma hablante” y no hay disociación posible (o no debiera haberla) entre el pensamiento y el habla. En su don lingüístico, el ser humano resulta el guardián del logos. Perderlo, es perder el ser.
Antes que Orwell, ya Joseph de Maistre señaló la correlación directa entre la descomposición y el empobrecimiento del lenguaje: “En efecto —escribió—, toda degradación individual o nacional es anunciada por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje”.
La llegada de Trump al poder ha significado la irrupción sin matices ni ocultamientos de la neolengua, del doblepensar y el control de la realidad ejercidos a través del lenguaje, que ahora también se confisca, se modifica y reutiliza en el autoritarismo de una guerra cultural que hace cuarenta años era advertencia distópica y hoy es cotidianidad.
Entre tantos ejemplos, la limpieza étnica y el genocidio sionista en Gaza, donde más de 100 mil personas han sido muertas, descuella por su monstruosidad lingüística. Una de las peores atrocidades de la humanidad trasmitida en directo a todo el planeta, el holocausto perpetrado por quienes sufrieron un holocausto, se convierte en una “oportunidad inmobiliaria”. Hacerlo es un crimen que clamará al cielo. Pero decirlo cínicamente lo vuelve más atroz.