No es justo reprocharle a alguien que cambie de opinión, pero es razonable preguntar el motivo. Porque normalmente, el cambio significa que se han pensado mejor las cosas o que la experiencia aconseja hacerlas de un modo distinto, es decir, que algo habrá que aprender de la explicación.
La semana pasada, el gobierno publicó un acuerdo para que el Ejército pueda ocuparse de tareas de seguridad pública durante los próximos cinco años. Se dijo que, en los términos previstos por la ley, aunque no es exactamente así, la participación del ejército tiene que ser “extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria a la Guardia Nacional”. El problema para empezar es que se fiscalizará a sí mismo, además, estará subordinado a la Guardia Nacional, que en la práctica es una dependencia de la Secretaría de la Defensa, pero sobre todo, su intervención no será “extraordinaria”: algo previsto para durar cinco años es lo más ordinario que puede haber. Tampoco está clara la estrategia.
El primer diagnóstico del gobierno actual, el que figura en el Plan Nacional de Desarrollo, atribuía la violencia a la pobreza, el desempleo, la falta de oportunidades, la crisis de valores. La idea no tenía un fundamento empírico muy claro (ni claro ni confuso, en realidad), pero eso ya no tiene importancia. La recomendación era, en última síntesis, becas y abrazos. No sabemos exactamente qué becas, qué abrazos, qué medidas de regeneración ética tuvieron éxito, de modo que es imposible evaluar la estrategia.
El segundo diagnóstico, que no era mucho más concreto, atribuía la violencia a la corrupción de los cuerpos de policía y en particular a la Policía Federal. Y para eso se decidió la creación de la Guardia Nacional, que se supone será todo lo que no han sido las demás policías del país (suele decirse que será como la Guardia Civil española o el cuerpo de carabineros de Italia: para disipar la ingenuidad bastan dos libros de historia). El recurso de apoyo es el Ejército, para un periodo que comprende con comodidad todo el primer sexenio regeneracionista —y después se verá—.
Las promesas de campaña eran disparatadas, eso podía saberlo cualquiera. Nadie habrá pensado seriamente que la inseguridad se iba a arreglar en 100 días, que después fueron seis meses, luego un año, dos años, y ahora por lo menos cinco. De todos modos, según el secretario de Seguridad, no se puede hablar de un fracaso de la Guardia Nacional, porque “empieza a dar frutos paulatinamente”. Tampoco parece que se pueda hablar de un éxito.
Lo que más se echa de menos es una estrategia: concreta, bien fundada, factible, que se pueda evaluar. Es imposible saber si es bueno o malo llamar al ejército mientras no sepamos para qué se le llama. La estrategia de seguridad se ha definido con varios objetivos: detener capos, desarticular organizaciones, perseguir el contrabando o el dinero, las armas, la droga. Falta saber qué se proponen ahora. Quieren más gente, mejor armada, con un mando único; puede ser la solución, pero no sabemos, en términos muy concretos, cómo definen hoy el problema.