En el país de la democracia hay dos muros: uno al sur, en nuestro Paso del Norte, y otro al norte, en el puerto de Nueva York: en la calle del Muro, Wall Street.
Este del norte es el importante, a unos metros del puerto. Por ahí llegaron las segundas oleadas del “país de inmigrantes”: escandinavos, alemanes, polacos, asquenazis, irlandeses, italianos y otros.
A unos pasos de los muelles del gran puerto de Nueva York, bajando del barco se ve (se veía en diciembre de 1959) la placa en el crucero de la calle Wall Street. Ahí está el hermano menor del Banco de Inglaterra, el que tiene detrás de sus barras incautados los lingotes de oro de Venezuela. Ese Muro de Nueva York que, como ser vivo, engendra utilidades y royalties, y propiedad intelectual sin intelecto, pero con propiedad.
Resulta útil volver a recordar el clásico de William Manchester Gloria y Ensueño (The Glory and the Dream), publicado por Grijalbo en 1976.
“En aquel crítico verano de 1932, Washington, D.C., unos 25 mil indigentes veteranos de la Gran Guerra se habían instalado con sus mujeres e hijos en los parques y descampados del distrito federal… en solicitud de ayuda para afrontar la situación generada por la Gran Depresión”.
El presidente Herbert Hoover había enviado al arrogante Comandante Patton a reprimirlos: eran “culpables de mendicidad”.
El diputado por Nueva York, Fiorello La Guardia, cablegrafió al presidente: “la sopa resulta más barata que las bombas de gases lacrimógenos, y el pan es mejor que las balas para mantener la ley y el orden en estos tiempos de recesión económica, desempleo y hambre”.
En la sede del gobierno de Albany, capital del Estado de Nueva York, Eleanor Roosevelt, esposa del gobernador, manifestó su “sentimiento de horror”.
“Aquel año cerca de dos millones de estadounidenses se echaron a la carretera sin rumbo. Se trataba en buena parte de propietarios agricultores que no podían pagar las hipotecas y abandonaban sus campos requemados por tres veranos de sequía; bandas de jóvenes andrajosos, graduados de instituto, que no podían encontrar trabajo…”. Mientras tanto, el presidente Hoover pensaba que la función del gobierno era “crear una coyuntura favorable para el provechoso desarrollo de la empresa privada”.
“Cuando el Congreso, mayoría demócrata, aprobó un proyecto de ley sobre asistencia federal a desempleados por valor de dos mil millones de dólares, Hoover lo vetó”. La primera reacción de Hoover ante la recesión general, que se produjo tras la quiebra del mercado de valores, fue que “mucha gente ha dejado su empleo para dedicarse a vender manzanas”.
La prensa seguía diciendo que “las perspectivas de los bancos mejoran”.
Dice Manchester: “Ninguno de esos periódicos mencionaba que, en el país más rico del mundo, más de 15 millones de hombres andaban en pos de un empleo inexistente”.
Ya hemos dicho aquí cómo la certera rectoría del New Deal del presidente Roosevelt, sucesor de Hoover, rescató los bancos sin dinero público, generó millones de empleos y puso a andar de nuevo la economía norteamericana: la de la gente.
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