Sociedad

Los muertos, en mi casa no cabrían

Son las tres de la madrugada y el calor no cede. Es el sofoco, son las sudoraciones, el bochorno. Ana se sienta al borde de la cama, con ambas manos coge el cabello y hace un chongo que anuda con el propio pelo. A su lado, la enorme humanidad de Jaime ronca y hace vibrar, estremece las cobijas. Con la punta de una sábana seca el sudor del cuello, de las axilas. Camina hacia la ventana que da hacia la solitaria calle. Por la tenue llovizna, las lámparas del alumbrado público parecen regaderas que flotan en la oscuridad. Un perro camina hasta el poste del alumbrado público, levanta la pata, vacía la vejiga y cojeando se pierde en la penumbra.

En la habitación contigua, los tres hijos de Ana y Jaime duermen. El virus que a todos amenaza evitará despertarlos, levantarlos y apresurarlos en sus preparativos para la escuela: no hay clases y decide volver a la cama. Anoche, antes de acostarse, sonó el teléfono. Como en la canción, tuvo el presentimiento de algo fatal. Pensó no contestar, pero el insistente timbre la llevó hasta el aparato.

Era Tina, su sobrina, la maestra:

—Disculpa que te llame a esta hora, es para avisarte que tu tío, mi suegro don Paquito, acaba de fallecer.

—¡Pero, ¿cómo, si apenas la semana pasado lo encontré sobre la Cuarta Avenida, sentado en una de las bancas del camellón y echamos  buena platicada?!

—Pues así fue, manita. Paquito padecía cáncer, se medicaba y la iba librando, pero a sus 81 años lo alcanzó la neumonía atípica; está en su casa, ya descansa en paz, por si gustan acompañarnos al velorio.

—Claro que sí, te agradezco el recado y allá nos vemos (¡pero de mensos vamos con el muertito, seguro fue el coronavirus y al rato todos vamos a calacas!).

Ana recuerda: revisaba su féisbu y vio una publicación de su sobrina Marybel: hija de su tía la Agripina, la Gripa, como la llamábamos; Mary decía: es de pesadilla, pues a una semana de sepultar a Álex, ahora tú, querido primo Niponés, Nipo como te decíamos, nos dejas en este valle de lágrimas: que Dios vaya iluminando tu camino.

Ana supo de la desgracia porque se sorprendió al ver la foto de él, El Nipo, con un moño negro y pegada a la entrada de la casa, en señal de duelo. Murió una semana después de Nicandro, hijo de su prima Austre, como solían decirle a la Austreberta. Y no pasó una semana cuando Marybel lanzó otra publicación en el féisbu para despedir a El Negro, Beto, hijo de su tío Chéquele, hermano de su mamá, y de Joana Santander.

Algo en la vida no hicieron bien, que ahora como una maldición gitana le caen estos males sin tan siquiera pasar por los hospitales: Quédense en casa, es más seguro,  les dijeron. Y en soledad, sin misa, sin rosario, sin novenario, sin parientes que acudan porque el miedo al contagio es grande. ¡No es posible!, pensó: ¿qué está pasando en la familia, que uno tras otro caen como moscas? Por messenger le preguntó a Mary la causa de la muerte de El Negro: No soportó la ausencia de su Japo y de su sobrino Álex y se dejó morir. Todo parecía sospechoso pero le dio las condolencias y se despidió. Pero el 19 de mayo ¡otra publicación de Mary!  Con otro moño en su página ahora despedía a tía Joana. Volvió de preguntona y Marybel solo le dijo: No aguantó tía Joana la partida de su Negro ni las de sus nietos y se dejó morir, como una veladora se fue apagando. Le pregunté directamente si había sido el corinavir y me dijo que no, que fueron diversas las causas por las que murieron mis parientes, lo cual me sonó muy raro, porque siempre estuvimos en los velorios de la familia y ésta vez no se nos comunicó. De no ser por los chismes del féisbu, ni en cuenta. Era lógico pensar que debido a la contingencia no habría velorios y serían cremados y quizá por ello no nos avisaron.

 Fueron cuatro difuntos al hilo, de la misma familia y sin participarnos para cuando menos sentirte acompañado en tu pena: no nos avisaron, como por miedo. No nos queda más que especular, que es lo de hoy: parece que todos mueren de coronavirus, porque la gente se siente mal, se agripa, le sube la temperatura, con dolores en el cuerpo y temor de que en el vecindario se enteren porque  pueden llegar el estigma, la agresión y hasta los linchamientos. El mundo enloquece cada día.

Me despedí de Mary, no hemos vuelto a comunicarnos. Seguimos aquí, viendo quien cae. Ya quisiera una estar en el trabajo, para que la mente venga en que entretenerse y no meta angustia cuando tocan a la puerta, pueden ser malas noticias, coló cuando supimos el domingo 31 de mayo que murió el tío Panchito, tío de mi mamá y de Chequele, el papá de El Negro y esposo de Joana y abuelo de Japo y de Álex. Otro pariente menos: Paquito era hermano de Ñato, mi abuelo, el papá de mi amá, quien ya va para 10 años que la llevamos a su pueblo, muerta pero por la edad, no como en estos tiempos.

Se desgrana la mazorca y casi queda pelona, como que la parca que se está llevando a medio mundo, hace su agosto al costo en estos tiempos del coronavirus, sin chance de prepararles debidamente el funeral, con la compañía de familiares y amigos con quienes compartir el pan de dulce y el café con canela, propio de todo velorio que se respete. Sin novenario, para aluzar su camino. Muy mal, digo yo.

Y la gente sin dinero. Los trabajos cerrados. El miedo a subirse al Metro, la pesera, el camión, porque le temes al que va a tu lado ¿y si le di la mano y la llevaba llena de corona y me llevo la enfermedad a la casa y sin querer mato a mi gente? De miedo.

Y en las noticias dicen que el contagio es más elevado en las grandes ciudades del país y entre los más pobres, donde nueve de cada 100 mil personas tienen el bicho y es más asesino. O sea, como dice el gobierno: primero los pobres, que a querer o no salen muy de madrugada de sus domicilios ubicados en Chalco, Ixtapaluca, Chimalhuacán, San Lorenzo, Texcoco, Neza, y vuelven a casa con el miedo de traer a casa el premio gordo de esta lotería que nadie quiere.

Solo Dios sabe... Esta madrugada para Ana son el sofoco y las sudoraciones y el bochorno y la enorme humanidad de Jaime que ronca y estremece las sábanas. Que no suene el teléfono. Porque ya van más de 100 mil muertes. Solo piensa Ana que si los mandaran a su casa, no cabrían… (El miércoles pasado en México iban 11 mil 729 personas fallecidas). 

* Escritor. Cronista de Neza

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Emiliano Pérez Cruz
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