La necesidad hace al comerciante. No es fácil sobrevivir en la monstrópolis, si no se cuenta con un empleo que provea el ingreso necesario para mantenerse.
“El que no trabaja, no come”, sentencia la mamá de Román para allegarse la ayuda que en el hogar su vástago le niega:
—Ya dije. Me ayudas a planchar, aquel labregón barre todo el patio y el otro atiende a los animalitos. Y el que no trabaja, no come.
La mala costumbre de comer doblega al que se resiste y echa por tierra sus argumentos:
—Es que tengo mucha tarea de la escuela, si quieres no la hago y que me reprueben —dice el emberrinchado…
—Pues no la hagas y a la primera materia que repruebes te me largas a trabajar con los albañiles para que entiendas lo que es ganarse el pan con el sudor de la frente…
La mamá amenaza con ir a hablar con El Roñas, albañil del vecindario, y proponerle que se lleve al chamaco como ayudante y así entienda “lo que es amar a Dios en tierra de indios”.
Ya en una ocasión cumplió con la amenaza. Al retorno del primer día de trabajo, el vástago puso a calentar agua con sal para introducir en ella las manos y atenuar las punzadas que le ocasionaban las ampollas.
—Tenías manos de señorita. Pero pronto se te harán callos para resistir la friega. A todo se acostumbra uno, menos a no comer. Organízate, cumple con tus tareas y cumple con ayudar en la casa. Verás cómo todo es posible y te evitarás regaños. Hazlo de buen modo o hasta tus catorrazos ganas, tú dices…
Refunfuñando, el muchacho hace a un lado los útiles escolares, coge la plancha, mete la clavija en el enchufe y acomoda la ropa sobre el burro de planchar.
—Aquí te dejo el rociador, para que humedezcas los tiliches… Apúrate y te quedará tiempo de sobra para hacer la tarea.
—¡Todo yo, todo yo! Habíamos quedado en que nos tocaría una semana a cada uno.
—Sí, pero tus hermanos hicieron lo suyo y se fueron a trabajar con tu tío a la carpintería y nomás quedaste tú, así que lo haces o lo haces. Verás que no se te caen los pantalones por ayudarme. Además, planchas requetebién: cuando te cases ayudarás a tu vieja y no serás un bueno para nada… Aquí te dejo la ropa: no me la vayas a quemar o te llevas tus catorrazos…
—¡Todo yo, todo yo!
—¡Todo tú, todo tú! Y moviendo esas manitas a la de ya o quieres que te motive de otra manera…
—No, gracias: así estoy bien.
—¿Ves? Para qué complicarse la existencia: mejor flojito y cooperando y nos entendemos requetebién, m’hijo. Y no te hagas tarugo, porque tienes que cumplir con lo de la escuela.
—Ni que no supiera…
—Te lo recuerdo, nomás por si acaso. Y no me retobes o te doy tus estate quieto.
Román concluyó la secundaria y abandonó la escuela. Su madre habló con El Cuaresmeño, el verdulero que estableció un puesto sobre la banqueta y acortó la distancia de las amas de casa que se proveían de frutas y verduras en el mercado.
—Pásele, marchantita, pásele: qué le damos, pásele… Sí, mándeme al muchacho porque necesito un ayudante: verá que, si se aplica, pronto aprende el oficio: no tiene mayor ciencia…
Tan lo aprendió que ahora palmea las manos para llamar la atención de los transeúntes:
—Pásele y agárrele, marchantita, pásele a ver qué
le damos…