Ay, la mamá: conforme los hijos fueron creciendo, se animaba para que las fiestas de fin de año grabaran en su toshca (cabeza, en otomí) recuerdos imperecederos: los obligaba ahorrar para que en la temporada decembrina tuvieran dinero para gastar y eligieran prendas de vestir a su gusto.
Días antes de Navidad, sobre la cama se colocaba el enorme marrano de barro que durante el año fue el alcancía donde los chamacos depositaban el dinero que ganaban acarreando botes de agua a los vecinos, a cambio de unas monedas.
Con un martillo quebraban la base del marrano, y gozosos veían fluir monedas y billetes que se transformarían en cálida ropa de invierno.
A la ceremonia se incorporaba el padre, ya de vuelta del trabajo: vaciaba su monedero para incrementar el monto que haría felices a sus muchachos; cohetes y palomas, chifladores y chinampinas, silbadores y brujas chisporroteaban al friccionar sobre el piso o las paredes.
El hijo mayor empezó a trabajar como aprendiz de carpintero y aportaba para el gasto familiar. Además, ajuareaba a los menores con pantalones, zapatos y camisas para que estrenaran en los días festivos; incluso adquiría prendas de moda —pantalones acampanados, camisas con cuellos Mao— para burlarse de ellos y luego animarse él a usarlas.
Sobre un fogón alimentado con leña hervían las ollas con agua, lo mismo para desplumar al guajolote que, para llegada la hora, urgir a los escuincles, reacios al baño, para que prepararan la tina y se metieran a remojar:
—Verán que hasta lodosa quedará el agua, con esas costras de mugre que cargan.
La madre se esmeraba con la cena y transformaba el guajolote en pavo, que adobado y con una guarnición de ensalada de verduras presidía la mesa, la cual también estrenaba un mantel de cuadrillé sobre el que ella, primorosamente, bordó un frutero al centro y racimos de uvas en cada esquina.
Además se daba tiempo para arrear a sus bodoques: unos cambiando colchas y sábanas de las camas; otros regando y barriendo el patio, dando de beber agua a las macetas; llenando los comederos de conejos y gallinas. Qué hacer sobraba, manos faltaban, pero al final ella evaluaba:
—Ya ven: ¿qué les cuesta comedirse y levantar el cochinero? Una cosa es ser puercos y otra cerdos muy trompudos. Ahora sí: pongan los hilos para colgar los adornos, el heno y el musgo. Nomás no echen abajo el Nacimiento, porque les cobro cada figurita que rompan: por malhechos y toscos: dejarán de parecerse a su padre, ¡no niegan la cruz de su parroquia!
Los adultos brindaban una y otra vez con sus cubas libres, y desde el tocadiscos colocado en el patio sonaban cumbias, pasos dobles y jarabes que solo daban tregua para escuchar el conteo del último minuto que daría paso al Año Nuevo.
Volvía la música y animaba a la concurrencia a levantar polvareda, hasta que los tragos y el cansancio vencían y los menos aferrados dormitaban en su silla, hasta que el frío los despertaba y continuaban en el fandango y llegaba la hora del almuerzo, donde nuevamente los restos del pavo presidían la mesa, aunque el mantel ostentaba huellas de adobo, restos de ensalada, manchones de refresco, ya pertenecientes al Año Viejo. _
Emiliano Pérez Cruz*
* Escritor. cronista de Neza