Cuando dio vuelta a la esquina, Ronco Rugidor sintió que las piernas se le aflojaban. Estaba cerca de su casa y la doble sensación de vacío y deslumbramiento persistía. Por si fuera poco, la congoja ascendió hasta formarle una burbuja amarga y reseca en la garganta. El polvo de la calle se levantaba a cada paso, volvía pardo su calzado, tosco y barato pero nuevo, obsequio del abuelo, único familiar que fue a recibirlo.
El abuelo Venado, en siete años devastado por siete años. En el rostro arrugado destacaban sus ojos negros de perro triste y el gran bigote ahora entrecano. Como siempre, mantenía las mandíbulas apretadas. Vestía una raída chamarra y pantalón de mezclilla azul marino, playera blanca y sombrero de palma. Pero todo el conjunto le quedaba holgado, como si pendiera de una percha.
Quién sabe cuántas horas llevaría en pie ahí, firme a la salida del penal, y las arrugas —que parecían trazos de gis blanco sobre la piel oscura— destacaban con la luz del rojizo sol del atardecer.
—Toma —dijo Venado—. Si quieres vamos a buscar un guáter público para que te cambies. Acabo de ver unos aquí, atrasito —y le tendió una cajita de cartón; Ronco Rugidor, a su vez, le entregó la bolsa de papel en la que llevaba sus escasas pertenencias: un cristo de papel maché, un dibujo pirograbado con la frase: “Amor es... no ser tan res”, un cenicero con la bahía de Acapulco impresa a todo color en el fondo de cristal, un ejemplar del Nuevo Testamento y un fólder donde guardaba diversos documentos, incluido el de su liberación.
—Gracias, abue —susurró y no pudo evitar que sus brazos fueran hasta el cuello del viejo y lo estrecharan. Conmovido, el abuelo correspondió al abrazo, y las lágrimas afloraron a los ojos de ambos. Otras personas que aguardaban frente al portón de la aduana, encuclilladas o con la espalda recargada sobre el muro de concreto, apenas si los miraron, y volvieron a ensimismarse.
Cuando se separaron, ambos secaron sus lágrimas y desde ahí, Ronco Rugidor tuvo la doble sensación de vacío y deslumbramiento. La primera, por el mundo de encierro que dejaba tras de sí. La segunda, por el retorno a la calle que desde hacía siete años no veía.
—¿Ya no te has enfermado de la garganta? —preguntó el abuelo Venado, a quien desde pequeño y por su dificultad para pronunciar la “r”, Ronco Rugidor llamaba así, por elemental deformación de Bernardo—. Porque tu abuela te mandó unas gorditas rellenas de chicharrón y con harto chile, no te vayan a raspar. Si quieres, buscamos una tienda para que compres un refresco. Por cierto, ten este dinero —dijo y le extendió unos billetes arrugados. Ronco los cogió.
—No, abuelo, me siento sano. Pero al ratito me las como. Primero me quito esta ropa —eligió Ronco Rugidor y echaron a andar...
Ronco miraba hacia todos lados. El aire, la luz, le parecían distintos. Y sin embargo, eran los mismos que respiró en el penal hasta hacia unos minutos.
—Te ves más espigado, hijo
—dijo Venado luego de verlo caminar unos pasos delante de él—. Y más clarito.
En efecto, las facciones de Ronco Rugidor eran menos morenas. El pelo corto seguía siendo un poco ondulado. Se conservaba fornido, pero sin grasa. Y se comía con la mirada todo el paisaje urbano: los autos de alquiler que se disputaban el pasaje, los autobuses apretujados, las banquetas cuyas coladeras eran trampas para el peatón; inhalaba cuanto aroma llegaba hasta él y sentía que era delicioso.
Llegaron a los guáteres públicos, pagaron por el servicio y a cambio recibieron un cuarto de plana de periódico a modo de papel higiénico, y entraron. Aunque desde la mañana no vestía el uniforme, sentía que sus ropas llevaban impregnado el aroma del encierro. El abuelo, previsor, le llevó loción y desodorante para las axilas:
—Es para que perfumes la cueva del zorrillo —lo embromó.
Rugidor quería salir cuanto antes de ese sitio, el guáter, que lo asfixiaba con su aroma amoniacal, quemante, así que se frotó con energía, cambió la camisa y los pantalones color beige, tiró los calcetines y se echó encima la chamarra de pana.
—Listo, Venado. Gracias por todo. Deveras.
A Venado los ojos se le llenaron de lágrimas, pero con su paliacate las enjugó en un golpe certero. Fueron hasta la esquina, en la tienda compraron cigarros; Ronco ingirió el alimento enviado por su abuela y se fueron a fumar mientras esperaban un camión o un taxi.
—Qué piensas hacer —preguntó Venado.
—A ver —respondió Ronco Rugidor mientras miraba a una parvada de estudiantes de secundaria revolotear, levantaban polvareda alrededor de un par de rijosos que se tiraban trompadas y puntapiés al otro extremo del parque—. ¿Ya nos vamos, abuelo? —dijo y se levantó sin esperar respuesta.
—Ojalá que ya agarres experiencia, hijo, y que de algo te haya servido la cárcel —dijo el abuelo cuando viajaban en el auto de alquiler. Estrujaba con nerviosismo el sombrero y los bigotes enormes se le movían a izquierda y derecha, derecha-izquierda.
Flaco, de rostro enteco y café caoba, el taxista no les quitaba el ojo de encima. Comenzaba a oscurecer cuando le hicieron la parada. Anocheció cuando llegaron adonde el pavimento comenzaba o terminaba, según se fuera o se viniera. Entre tumbos y sacudidas, el taxista lanzaba maldiciones.
Ronco Rugidor se asombraba ante los enormes cambios de su colonia. El recién instalado alumbrado público destacaba más la miseria. Un rock rasgaba el silencio y acallaba el ladrido de los perros, los gritos de los chiquillos, el sonido azul eléctrico de un televisor, las maldiciones de un borracho...
El aire llevaba aromas de café colombiano y frituras sobre el comal de un taquero; de quesadillas y tamales, flanes y elotes cociéndose dentro de un cazo; perfume de peluquería y enjuagues de salón de belleza y cerveza en la cantina y agua bendita en la capilla incensada; un mercado entre las sombras hiede a podredumbre, a cadaverina. Frente a la iglesia, los humeantes puestos de antojitos se multiplicaban.
—Nomás saludo a mi abuela y voy a mi casa, Venado.
—Ai tú verás —musitó el viejo y carraspeó.
* Escritor. Cronista de Neza.