Simplemente para confirmar el declive de las tradiciones mexas en la zona metropolitana de Ciudad de México, el Wiwis torció el paso y enfiló hacia el local de “Aquí me quedo”, pulcata que ha sobrevivido a la proliferación de loncherías y remedos de cantina en el barrio.
De cuando infante, el Wiwis recuerda que caminaba de la mano de su padre hasta aquel local, cuya fachada estrenaba el color azul cielo que, Arias dueño del changarro, eligió del muestrario de colores de pintura para que Ramón el Roñas lo aplicara con el chulo de cerdas de ixtle.
No es que con su padre fuera a beber agua de las verdes matas; el tlachicotón gratis, era sólo para los clientes asiduos a la pulcata. Y en sábado de Gloria, Arias atendía a esta clientela, sentada en las sillas que en fila aguardaba a que el pulquero sacará los Judas de cartón, adquiridos en las inmediaciones del Mercado de la Merced, y prendiera fuego a los cuetes, que en serie portaban para destrozar la figura de cartón y esparcir los papelitos como frutos de piñata para adultos: llevaban inscrito el premio que la pulquería les otorgaba.
—Dos litros de curado de avena me saqué, Arias. ¡Presta-de-una-vez, que la sed ataca! Consiénteme, panzón, consiénteme…
Los chiquillos, al dar las 12 horas del mediodía, armaban ensordecedora escandalera con sus matracas de tejamanil: señal de que las puertas del cielo, de la Gloria, se abrían para recibir a los seres buenos y trabajadores. Aunque también indicaba el final de las vacaciones: hay que preparar las mochilas para la escuela, y vayan a la panadería por unas teleras y de la tienda traen un kilo de huevo para sus tortas de mañana, ordenaba la mamá: pero vayan y se vienen así de rapidito, indicaba tronando los dedos…
—Salud a todos los aquí presentes, y a los demás también, aunque ni sepa quiénes son.
—Salud, y que truenen los Judas traicioneros, seres de mal agüero, no como Arias el pulquero, que me atiende cuando quiero… Te noto lento, panzón muy lento —se lucía el castrosito que nunca falta...
Como si se hubieran puesto de acuerdo, atronaban las matracas, circulaban las jarras de babadrai, colgaban con un lazo al Judas, cual vil piñata y lo encendían —justo al mediodía— la mecha de los cuetes; la chiquillería se abalanzaba para disputarse los papelillos que preñaban al Judas e indicaban premios para la clientela: lustrosas palanganas, cubetas y jarras de plástico, pañoletas para las damitas, cachuchas para los caballeros.
Y luego Arias, generoso panzón, bigotes de aguacero, repartía quesadillas de papa y de sesos, doradas en un cazo con manteca hirviente. Un enorme molcajete, de piedra volcánica con figura de marrano, rebosaba salsa de tomatillo con chile de árbol, y para pasar bocado: un vaso de neutle, natural o curado de apio o avena. Desde la rockola luminiscente brotaban canciones de las Hermanas Huerta o del Charro Avitia: Maquina 501. “La que corrió por Sonora, por eso los garroteros, el que no suspira, llora”.
Al atardecer el viento levantaba tolvaneras y obligaba a guarecerse en el interior de la pulcata para continuar los brindis: salú, salú, salú y ajúa. Mi charro cantor: échele un veinte al piano y que siga el vacilón.