Hay cambios que se pueden resistir pero hay otros que son inevitables, tal es el cambio que hemos sufridos todos sin excepción en estos tres años de pandemia y declarar su fin no puede conllevar el olvido de lo mucho que nuestras vidas cambiaron… para siempre.
Desde las muertes de seres queridos y aún las que nos resultaban lejanas pero impactaban emocionalmente, hasta los cambios en tiempos, rutinas, espacios y costumbres, estos tres años no pueden quedar en el pasado de la historia y nosotros no podemos sólo pretender que no sucedió nada y seguir adelante. Hemos sido marcados de por vida y debemos aprender a vivir y a vivirnos con esas cicatrices que hemos heredado.
La pandemia generó un vuelco total en nuestras vidas, las públicas y las privadas porque representó algo tan terrible que, para defendernos, tuvimos que desarrollar herramientas e instintos de sobrevivencia que si en esos momentos nos resultaban extraños e incómodos, hoy se han incorporado a nuestra cotidianidad y forman parte de lo que hoy somos y queremos ser.
El Covid nos enseñó la fugacidad de la vida, la propia y la ajena y por ello reconsideramos nuestra jerarquía de valores aprendiendo a estimar cada día y cada segundo en casa con los nuestros como el mayor tesoro después de nuestra salud amenazada. Los espacios del hogar se volvieron nuestro único lugar seguro y ahí se dieron dinámicas fuertes, a veces violentas, a veces acogedoras, ahí aconteció la vida durante más de dos años y ahí se quedaron nuestros miedos y nuestras esperanzas.
Si declarar el fin de la pandemia es pretender regresar al mismo punto donde la vida se nos fue hace tres años, no hay nada más ilusorio que pensar que hoy somos los mismos que fuimos entonces. Muchas realidades de entonces perecieron, otras se transformaron y unas más desgajaron nuevas formas de realidad que se impusieron como norma de vida. Borrar todo ello es por demás ocioso.
En parte es deseable recuperar algunas costumbres que teníamos, sobre todo, aquellas que implican el contacto humano y la natural sociabilidad, pero hay otros aspectos que no sólo no es deseable recuperarlos sino que, de empeñarnos en hacerlo de la misma manera que antes, generamos aún más tensión y mayores complicaciones.
En este momento, más que ser motivo de festejo el fin de la pandemia, deberíamos hacer una pausa en la familia, en el trabajo, con los amigos, en lo íntimo de la vida personal de cada uno para hacer el balance de qué queremos conservar y qué no de estos tres años. A nivel individual y desde lo comunitario habrá aspectos positivos que nos hicieron madurar y crecer más, en toda crisis siempre se asoman oportunidades y, también, habrá tiempos y ritmos que sea necesario acomodar de nuevo e intentar que sean como antes. Ni todo fue necesariamente malo como para olvidarlo de la historia ni todo necesariamente bueno para quedarnos donde hoy estamos.
La reflexión debe ser de unos a otros y de modo constante y en conciencia. Si en la pandemia lo que hacíamos repercutía en aquellos con los que convivíamos y por ende, la responsabilidad personal se expandía al ámbito de lo familiar y comunitario, hoy la conciencia de lo que sigue y lo que haremos y cómo queramos vivirnos a partir de ahora es también una responsabilidad personal y colectiva.
Conservaremos lo que somos pero cediendo terreno a lo distinto porque hoy sabemos que somos frágiles y porosos, que portamos heridas a nuestras espaldas y que un día moriremos. Somos los mismos pero distintos y en esto distinto está el gran reto que hoy tenemos de ser sobrevivientes de una pandemia.