Los tiempos que corren se caracterizan al menos por dos cualidades: inmediatez y cambio.
Vivir estas dos viscicitudes genera la sensación de estar siempre pisando un acantilado que puede hacerte caer al precipicio y un vértigo de mucha inestabilidad.
Hemos visto derrumbarse sistemas económicos, desplomarse estructuras de salud, desvanecerse instituciones políticas y recordamos con ello la sentencia heracleteana de que todo cambia y nada permanece, pero si todo cambia, al menos algo que no cambia es eso: que todo cambia siempre.
La constante de la que podemos aferrarnos es precisamente el cambio pero hacerlo implica una capacidad adaptativa que no todos tenemos desarrollada pero que podemos desarrollar.
Así para navegar en aguas turbulentas y caminar sobre arenas movedizas hace falta tener temple para aguardar pacientemente las aguas tranquilas y un poco de atrevimiento para no desesperar en las arenas movedizas.
Estas dos virtudes: paciencia y fortaleza no son nuevas, los griegos de la edad de oro de la Filosofía ya las habían pensado junto con la justicia y la templanza y lo habían hecho intentado definir cómo debíamos actuar para ser mejores y virtuosos.
Lo de ser mejores y más virtuosos, hoy día, queda en segundo plano por que en primer lugar se antepone el instinto de sobrevivir a una ritmo frenético de producción que rapta los momentos de ocio tan imprtantes para el descanso y la creatividad.
No obstante, en este momento de la historia que nos ha tocado vivir es posible ser bueno, hacer el bien y practicar la ética como virtud. Poner la ética por encima de la sobrevivencia, porque la ética es también conservar la vida, la propia y la ajena.
Dos pistas que versan sobre la paciencia y la fortaleza mencionadas anteriorente pueden iluminar el camino.
La primera es que si indagamos las causas de la inmediatez que nos alimenta descubriremos que detrás de ella existe un miedo y un desconocimiento de nuestra propia identidad.
Ese “quiénes somos” nos aterra y casualmente surge cuando no estamos con una pantalla frente o con una agenda repleta de actividades desde la mañana hasta la noche; ese nombre nuestro se autonombra en el silencio y en la “nada”, en los momentos en que nos quedamos absortos y pasan miles de pensamientos pero a ninguno atendemos detenidamente y como si fuera un monstruo debajo de la cama, en vez de verlo y hacerle frente, nos tapamos los ojos con la cobija, encendemos los auriculares y pretendemos que no hay nada debajo de nosotros.
Atreverse, pues, a conocerse a uno mismo que advertía el oráculo de Delfos y que luego se la adjudicó a Sócrates la exhortación, puede ser clave para no dejarse consumir por la inmediatez y hacerle cabida a la pausa, sólo cuando nos callamos y callamos lo que hay alrededor, el silencio habla y él, nos dice quiénes somos.
Dicen que nadie da lo que no tiene así que si yo no entro en mí y me “tengo” a mi mismo, tampoco podré dar nada a los demás porque habrá vacío en vez de plenitud. Hay que dejar que seamos y que abracemos nuestro ser para poder, luego, darlo.
Una segunda clave para transitar tiempos complejos es entender que, estas revoluciones y movimientos constantes, presentes en todos lados desde la familia hasta las instituciones y los gobiernos, no siempre acertados, son reflejo de una ausencia de puntos de referencia.
Cuando tenemos figuras que nos inspiran, a quienes volteamos a ver cuando andamos sin rumbo, esos que han marcado historia, esos verdaderos líderes que iluminan el camino, generalmente los tomamos como ejemplo y caminamos por donde ellos y hacemos lo que ellos hicieron.
Lo cierto es que hoy más allá de los tictokers, los influencers, los futbolistas y dos o tres cantantes cuyas letras de canciones no son precisamente ejemplares, carecemos, a nivel mundial, de ejemplos que inspiren y que nos digan cómo salir del atolladero en que andamos.
Las patadas erráticas que vemos aquí y allá son signo de que nos estamos ahogando y que por más que volteamos no vemos la orilla.
Por esto es necesario que, ante la ausencia de puntos de referencia, los seamos nosotros.
Hace falta que alguien mantenga la calma y sea él mismo, el líder que se necesita.
Para ello habría que preguntarse qué conductas son las que debiera adoptar aquél que enarbole la bandera de referencia. La respuesta es sencila: los contrarios a los que hoy se viven. La prudencia, la valentìa, la congruencia, la sencillez, la humildad, la caridad, la solidaridad, la paciencia, la escucha, la justicia, y un largo etcétera.
Ante un mundo que desprecia el encuentro y prefiere construir muros, un referente pugna por el encuentro con los demás y la construcción de puentes. Ante una sociedad individualista que se cierra sobre ella misma, un líder abre las puertas y sale a los confines de las ciudades y llega a los lugares donde nadie si quiera se había atrevido a ir.
Es posible actuar eticamente en tiempos convulsos, sólo hace falta empezar a hacerlo y dejar de estar esperando que venga otro a enseñármelo. La ética es algo para lo que no hay que pedir permiso y si hay que hacerlo, entonces la batalla vale aún más la pena pelearla.