Policía

Operación Vagos del Reich

Murales de zanahorias y otras legumbres pintados por los prisioneros que trabajaban en el sótano de la cocina. DIEGO E. OSORNO
Murales de zanahorias y otras legumbres pintados por los prisioneros que trabajabanen el sótano de la cocina. DIEGO E. OSORNO

Nunca había oído la palabra asocial hasta la tarde que recorríamos el antiguo campo de concentración de Sachsenhausen. Según mi experiencia al oír y decir, aquellas personas fuera de una sociedad eran más bien antisociales, nihilistas, solitarias e incluso –en otra versión también rara y poco usual insociales.

Pero un pintor español, amigo del guía de nuestra visita, el escritor J. S. T. Urruzola, me explicó en algún momento del tour, su intención de buscar levantar aquí un memorial en honor de los asociales que estuvieron en estas viejas instalaciones nazis que hoy dan forma a una especie de Parque-Museo de Sitio.

Por ahora, Sachsenhausen tiene memoriales que recuerdan a los prisioneros comunistas, a los judíos, a los homosexuales y a otras minorías víctimas del nazismo, pero carece de un lugar específico en el que se considere a las 6 mil personas en situación de calle que fueron traídas de Berlín y otras ciudades alemanas, durante un infausto operativo nombrado Aktion Arbeitsscheu Reich (Operación Vagos del Reich, en español).

Asocial era la categoría con la que llegaban aquí aquellos vagabundos. Otras categorías usuales eran las de “prisioneros de custodia”, “judíos”, “gitanos”, “comunistas”, “testigos de Jehová”… La categoría bajo la cual entraban implicaba ligeros matices en cuanto a su inevitable opresión.

Para hacer más “manejable la situación”, los oficiales de la SS colocaban un triángulo con el color de la respectiva categoría en los uniformes de los recién llegados. Así, aquellos que eran considerados presos preventivos llevaban uno verde, mientras que los homosexuales (alrededor de mil, se estima que estuvieron aquí) llevaban un triángulo color rosa.

Dentro de la absurda categorización que predominaba, había también cierta política interna de beneficios –por llamarlo de alguna manera– a aquellos prisioneros del campo que eran noruegos u holandeses, al ser considerados arios como los alemanes, mientras que belgas y franceses, identificados como flamencos, eran víctimas de mayor racismo.

Como parte de este arbitrario mundo racista construido en Sachsenhausen, solían acudir personajes que parecen inventados por un novelista de terror, como el italiano Guido Landra, uno de los detectives más destacados de una entelequia nazi llamada Instituto de Investigación de Higiene Racial.

Este investigador que murió hasta diciembre de 1980 –unos días después de mi nacimiento– escribió uno de los documentos científicos más irracionales del siglo XX: El Manifiesto de la Raza, decálogo que sirvió a Mussolini para imponer sus leyes fascistas y que incluye aseveraciones de este calado: “ES HORA DE QUE LOS ITALIANOS SE PROCLAMEN FRANCAMENTE RACISTAS. Todo el trabajo, que hasta ahora ha hecho el Régimen en Italia es en el fondo racista. Frecuentísimo ha sido siempre en los discursos del Caudillo [obviamente en alusión a Benito] la referencia a los conceptos de raza. La cuestión del racismo en Italia debe ser tratada desde un punto de vista puramente biológico, sin intenciones filosóficas o religiosas”.

Con tal de ajustar sus locas teorías a la alianza militar italo–alemana de la época, el mentado manifiesto produce el siguiente galimatías de colección: “El concepto del racismo en Italia debe ser esencialmente italiano y la dirección ario-nórdica. Esto no significa, sin embargo, introducir en Italia las teorías del racismo alemán, como son el decir que los italianos y los escandinavos son la misma cosa. Sino que solo quiere señalar a los italianos un modelo físico y sobre todo psicológico de raza humana que por su carácter puramente europeo diferencia por completo de todas las razas extraeuropeas, esto significa elevar al italiano a un ideal de conciencia superior de sí mismo y de mayor responsabilidad”.

He ahí que mientras recorríamos un lugar como Sachsenhausen, que ofrece testimonios arquitectónicos no solo del horror, sino también de la imbecilidad humana, me resultara tan cautivante que alguien como el pintor español amigo de Urruzola se preocupara de los vagos, o de los asociales, como parece más correcto decirles hoy.

Estoy completamente de acuerdo con esa iniciativa y espero con auténtica fe que esta se pueda concretar en los próximos meses. Creo que aunque han pasado ya muchos años del fin de la Segunda Guerra Mundial, todavía no hemos sido capaces de superar por completo las monstruosidades que generó la humanidad en esa época, por lo que, estarse preguntando hoy, a más de 70 años del cierre de este campo de concentración, por el espacio y lugar que merecen los vagabundos en nuestra política del recuerdo, es algo que no nos hace mejores que antes, pero que sí nos ayuda a estar alerta con la forma en que miramos el mundo incluso en la actualidad.

Claro que no se trata solamente de construir monumentos reivindicatorios o visitar vestigios de la barbarie.

En un libro guía de Sachsenhausen que compré ahí mismo, los historiadores Gunter Morsch y Astrid Ley, citan el recuerdo que tiene del lugar el superviviente holandés, Ab Nikolaas, quien describe que el campo era “los gritos, el mal olor, la estrechez y la violencia que tuvieron lugar en y alrededor de estos edificios en sí mismos inexpresivos”.

Más allá de esta y otras vivencias únicas, la posibilidad de caminar por un lugar como este resulta de gran utilidad social, en mi opinión, frente a la de quienes cuestionan si tiene sentido que un espacio como este esté abierto. Para mí, como explica Morsch, la labor de quienes trabajan aquí es invaluable, ya que “reúnen los testimonios y los hechos que nos han sido transmitidos, cuidan y preservan las reliquias auténticas, investigan, documentan y presentan la historia ligada a cada uno de los lugares y utilizan para ello modernos métodos museísticos e históricos”.

Salí de Sachsenhausen con la consciencia alterada y el alma adolorida. Lleno de datos escalofriantes, como la creación de este lugar en 1936, justo al mismo tiempo que se celebraban los Juegos Olímpicos de ese año en Berlín; de los internamientos masivos, de las masacres de prisioneros, de la ampliación del campo, y de las fábricas de ladrillos para construir Germania, capital mundial del nuevo Reich; de las Marchas de la Muerte y de lo que vino después, durante la posguerra y el uso siniestro que la KGB y la policía secreta de la RDA dieron a las mismas instalaciones.

Algo que me sucedió también es una impresión que casi me hace llorar, solo de recordarla de nuevo: la de ver las pinturas murales de zanahorias y otras legumbres que pintaban los prisioneros que trabajaban en condiciones infrahumanas en el sótano de la cocina, bajo las órdenes de Karl Otto Koch, el despótico comandante en jefe del campo.

También me asalta en pesadillas ocasionales el potro de tortura del malhabido Tratamiento 25 o me da esperanza imaginar por lo menos una de las noches de retumbo. Aquellas nochebuenas en las que todos los prisioneros asociales, homosexuales, judíos o de cualquier maldita clasificación, se juntaban a cantar en señal de algo que no era protesta ni júbilo; apenas un gesto de dignidad que hacía retumbar las paredes de un lugar que no debió existir, pero que existe.

Diego Enrique Osorno
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