
A inicios de 2022, cuando llegamos a Berlín, la pandemia aún era una crisis, aunque ya se estaba volviendo trivial. Por todos lados veíamos dos cosas: una, la Berliner Fernsehturm, gigantesca torre de televisión afianzada en el centro de la ciudad; la segunda, anuncios que resaltaban o empezaban con 3G.
La icónica antena panorámica y el 3G no estaban relacionados. En realidad, 3G era la abreviatura de la política del gobierno de Alemania para regular el covid: Geimpft, Genesen y Geteste, palabras alemanas que significaban a su vez vacunado, recuperado y con negativo de test. Si querías entrar a tiendas, restaurantes o salas de cine tenías que cumplir con alguna de estas tres condiciones.
Me sorprendió ver diseminados a lo largo de la ciudad laboratorios de pruebas express improvisados en librerías u oficinas, donde la gente se realizaba test para cumplir con el protocolo oficial. Una tarde deambulando por el barrio del Friedrichshain conté el mismo número de lugares de pruebas anticovid que puestos de kebap, el suculento platillo árabe, ya igual de popular, o incluso más, que la salchicha nacional.
Me sorprendió porque, si eran necesarias tantas pruebas, significaba que aún faltaban muchos alemanes de vacunarse. Cifras oficiales que revisé después confirmaron mi intuición: apenas un poco más de la mitad de la población se había vacunado, pese a que existía una amplia disponibilidad de vacunas. ¿Por qué? Por miedo a una posible reacción negativa provocada por las vacunas y por una confianza (¿temeraria?) de que no es necesario vacunarte para salir bien librado del virus.
Otra cosa que me llamó la atención fue que nadie usaba tapabocas en las calles ni en los espacios públicos abiertos como plazas o parques, solo en lugares cerrados, lo cual mi estropeada nariz aguileña agradeció de manera profunda.
Contrario a lo que temíamos, la regulación parecía menos drástica en la realidad de lo que decían los avisos de bienvenida a extranjeros.
Lo que sí era implacable con nosotros era el frío invierno berlinés.
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Tras nuestra llegada, un tanto por inercia, otro tanto por curiosidad puntual, fuimos abandonando la paraonia pandémica del presente para adentrarnos mejor en una crisis del pasado ya completamente superada. Así lo fuimos haciendo a través de las secuelas que íbamos registrando en el barrio del antiguo Berlín oriental donde nos instaló el Medienboard a través del Programa Nipkow.
Con ese espíritu comenzamos a recorrer Karl—Marx—Alle, calzada que fue nombrada Stalin—Alle el 21 de diciembre de 1949, día de cumpleaños del célebre personaje ruso cuyo signo zodiacal osciló entre sagitario y capricornio, y quien después de la Segunda Guerra Mundial ordenó levantar un ambicioso proyecto de construcción alrededor de esta vía para que se volviera un emblema de la reconstrucción de la parte socialista alemana.
De aquél sueño o delirio, sin duda más capricorniano que sagitariano, quedan estas largas filas de edificios departamentales que emanan un indudable aire soviético, o dicho en términos arquitectónicos correctos de la época: un clasicismo socialista con cierto toque prusiano.
Lo que ya no está es la estatua de bronce del propio Stalin que alguna vez también formó parte de este paisaje. A principios de los sesenta, durante el proceso revisionista comunista de la figura del dictador, conocido como la desestalinización, su efigie fue retirada mediante un operativo secreto realizado de madrugada.
Desde Frankfurter Tor, donde empieza Karl—Marx—Alle (o acaba, según se quiera ver), hasta su destino final (o inicio) en Alexanderplatz, recorrimos una y otra vez las enormes banquetas y los caminos de tierra mirando edificios con azulejos relucientes, aunque algunos de ellos la verdad es que remitían más a una bañera íntima que a una fachada exterior.
Así descubrimos Kino International, el cine más hermoso que me ha tocado visitar. Instalado en una imponente estructura de hormigón con arena clara. Son tres pisos para una sola sala de exhibición con medio millar de butacas azules y un elegante bar con ventanales que miran hacia la calle.
La primera vez que leímos la marquesina nos sentimos orgullosos de que la película en exhibición fuera Spencer, del paisano latinoamericano, el chileno Pablo Larraín. Pero la película con la que debutamos como asistentes del Kino fue Madres Paralelas, de Pedro Almódovar, otro cineasta que sentimos casi paisano, aunque sea tan español como sus películas cien por ciento españolas.
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Una de esas tardes de ir y venir por Karl—Marx—Alle nos detuvimos en una cafetería llamada Sibylle. Sibylle era el nombre de una revista de moda famosa en los inicios de la desaparecida República Democrática Alemana (RDA). Por un momento, el espacio solitario y nostálgico al que entramos me recordó otro desaparecido lugar: Café Nuevo Brasil, el entrañable sitio de Monterrey al que éramos asiduos no pocos poetas fracasados de mi generación que acabamos luego haciendo cualquier cosa, incluso periodismo, documentales y otras trivialidades.
Pedí un café americano con la intención de seguir mi cata permanente del café que se ofrece en Alemania en comparación con el de México. Mientras confirmaba una vez más la derrota del café ofrecido aquí frente al oaxaqueño o chiapaneco de mis añoranzas, descubrimos que en una pequeña vitrina junto a nuestra mesa había un peculiar cenicero de bronce en forma de oreja.
Nos acercarnos a verlo. Con ayuda de Google tradujimos del alemán al español una ficha informativa para enterarnos de algo que no podíamos creer: lo que estaba frente a nosotros era en realidad una oreja de la estatua de Stalin instalada y luego derribada a principios de los sesenta en Karl—Marx—Alle.
Dejé de preocuparme por mis absurdas comparaciones de café y me puse a mirar con seriedad alrededor del Sibylle. Poco a poco iba descubriendo más elementos extraños. Algunas fotografías resaltaban la majestuosidad de la avenida y el resto de la zona, así como también había mapas y documentos, casi pergaminos, alusivos a la grandeza de la misma durante la RDA.
Me puse el tapabocas para ir al baño y seguir investigando. Al salir regresé a mi mesa por una ruta diferente y descubrí el meollo del asunto: frente a mí estaba un Stalin de mi tamaño representado en una reconstrucción de nueve fotografías de su desaparecido monumento.
¿Qué raro santuario stalinista era este lugar que había sobrevivido a la desestalinización, la reunificación y el capitalismo salvaje?
No quise averiguar más. Terminamos de tomar nuestro café, nos pusimos el tapabocas, miramos de reojo la oreja de Stalin, tomé una foto con mi celular y luego salimos del Sibylle con la mayor discreción posible.
La puntiaguda antena de la torre de televisión de Berliner Fernsehturm se ponía anaranjada con el poco sol que irradiaba ese atardecer tan extraño e inquietante por aquí.
Diego Enrique Osorno