
Antes de venir a Berlín, aborrecía los cuervos. La noche que llegué, mientras acomodaba libros y papeles en el escritorio, sentí que alguien miraba del otro lado de la penumbra del ventanal. Tras enfocar la vista noté un ave cuyo pelaje oscuro centelleaba con algún reflejo luminoso del exterior.
Un cuervo enorme me observaba como si tuviera el encargo de vigilar al inquilino recién llegado al departamento.
El animal no se inmutó varios segundos, ni yo tampoco. Entre el desconcierto por la situación, el jet-lag del viaje y un tanto de zozobra, me quedé pasmado hasta que reaccioné y me dirigí hacia él, pero voló al instante.
Todos los siguientes días de enero y parte de febrero recuerdo haber visto o sentido cuervos merodeando en el balcón del quinto piso por las mañanas o el atardecer, nunca en las noches, solo aquel que me recibió cuando llegamos. Su presencia cotidiana, que incluía graznidos y miradas condescendientes o indiferentes hacia mí, hizo que se volvieran una especie de compañía taciturna, como pueden serlo ciertos gatos domésticos que a la postre se vuelven amistades silenciosas y entrañables.
Recordé así una vieja charla con Ramiro Aragón, amigo ornitólogo al que visité en Eugene, Oregon, para documentar su testimonio de la detención arbitraria y tortura que había sufrido en la insurrección de 2006 en Oaxaca, pero que durante algunos días me habló con pasión sobre la inteligencia de algunas aves como los cuervos.
En medio de un frío otoño norteamericano, Ramiro nos daba muchas luces al respecto. Estoy casi seguro de que fue él quien me dio el dato de que entre las más de 3 mil aves amaestradas que usó Alfred Hitchcock para su película Los pájaros, fueron los cuervos quienes mejor cumplieron las expectativas escénicas exigidas por el director.
Pero en aquel tiempo yo no estaba interesado en este animal que mi inconsciente vinculaba con algún mal presagio u otra tontería que soy incapaz de recordar o explicar.
Ahora es distinto.
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Un día después de los andares por Karl-Marx-Alle, dimos con Alexanderplatz, donde descubrimos que estaba la base de la enorme torre de televisión que veíamos a lo lejos casi todos los días. Este hallazgo nos provocó una emoción tan infantil que parecía que habíamos encontrado el punto de inicio de un arcoíris. De manera natural, el gigantesco ícono se había vuelto un orientador de nuestros primeros pasos en la ciudad, por lo que había adquirido cierto halo de misticismo reverencial para nosotros.
Tanta fue la emoción que decidimos romper nuestra disciplinada alimentación casera basada en platillos de la gastronomía Aleman-Mex preparados con alimentos de Edeka, para entrar por primera ocasión a un restaurante berlinés, donde temíamos que no aceptaran nuestros certificados mexicanos de vacunación anticovid, pero ni siquiera nos preguntaron por ellos.
Aunque el sitio no contaba con una buena cocina y tenía una decoración tan lujosa como snob, nos la pasamos muy bien por el ánimo campechano de los meseros y el hecho de que estábamos justo en lo que en ese momento parecía el centro del universo, o por lo menos del planeta al que acabábamos de arribar.
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La torre de televisión no está exactamente en Alexanderplatz, pero está dentro de una misma zona que se volvió para nosotros —ansiosos de Zócalos y Macroplazas— un centro de la ciudad, aunque Berlín no tiene uno como tal.
Alexanderplatz es una pequeña área bulliciosa en la que van y vienen trenes, autobuses, bicis, tranvías, metro y peatones en todas las direcciones cardinales y a toda velocidad, bordeando esculturas como la del Reloj Mundial y una fuente sin agua —por lo menos este invierno: “La Fuente de la Amistad de los Pueblos”, nombre que le pusieron cuando fue construida como parte de este complejo urbanístico que llegó a ser un orgullo de la desaparecida RDA y de la antigua Berlín Oriental.
Me gusta ir a la Fuente de la Amistad de los Pueblos porque siento que estoy frente a un auténtico monumento surrealista (al usar la palabra surrealista no lo hago como sinónimo de irreal o kitsch, sino de que me da la sensación de que en efecto era un monumento concebido y construido por aquella vanguardia, tanto así que imagino perfecto a Bretón inaugurando de manera formal la obra después de una breve ceremonia), aunque en términos oficiales, se trata de una típica edificación de corte socialista.
Por otra parte, también me remite a otra fuente —más pequeña, aunque ésta sí tenía agua— que vi una vez en el patio de una casa de Real de Catorce, donde un chamán nos daba pláticas en torno al peyote y otras experiencias psicodélicas sumamente serias.
Otra cosa intrigante y conmovedora de la Fuente de la Amistad de los Pueblos es la existencia constante e incesante de aquellos animales que se han vuelto mis acompañantes de la travesía berlinesa: los cuervos.
Ni un solo perro o gato callejero he visto en mi residencia. Quizá por eso, cuando deambulo por Alexanderplatz, o me siento junto a la Fuente de la Amistad de los Pueblos, tengo la impresión de que Berlín es una ciudad tanto de humanos como de cuervos.
La presencia de estas enigmáticas aves llena no solo balcones caseros, sino calles bulliciosas y fuentes soviéticas en las que vuelan y caminan como las demás personas alrededor, aunque notoriamente menos sacudidas por el invierno despiadado y mucho más felices.
Además, terminan de dar a esta zona un aura inquietante, con cierta sordidez y expectativa de que detrás de lo aparente, Alexanderplatz ofrece también una vida secreta, difícil de ver a primera vista para turistas y despistados, pero que aquí está, ocurriendo para los ojos y los sentidos de aquellos que puedan descifrar las claves de este lugar tan público como clandestino al mismo tiempo.
Diego Enrique Osorno