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Entre abismos y el 'West End'

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SERIE PERIODÍSTICA “REGIOS, MONTANOS Y SILENCIOS” / CAPÍTULO III

En la mirada del cronista, esa urbe sigue fabricando muros y monstruos. Especial
En la mirada del cronista, esa urbe sigue fabricando muros y monstruos. Especial

Despertar en Monterrey es encontrarse, cada día, frente a un muro que no estaba ahí la noche anterior. Un muro nuevo, siempre más alto, que no impide el paso de nadie en particular pero que muchos obedecen sin preguntar.

La ciudad tiene un West End donde las calles parecen hechas para que los transeúntes se extravíen entre rotondas impecables y jardines domesticados. En el oriente, los números de las casas cambian sin previo aviso, como si alguien moviera barrios enteros mientras el abismo cotidiano reposa.

¿Qué circula entre ambos lados? Un aire espeso, casi legal, que obliga a caminar encorvado, pidiendo perdón por existir.

—Lo monstruos —me dice Joaquín Hurtado mientras conversamos en una fábrica abandonada de San Nicolás de los Garza— es lo maravilloso. Lo que se sale de toda conceptualización, lo que rompe la rutina, lo que derrumba los prejuicios y nos deja sin defensas frente a la ciudad.

Para el cronista montano que con su prosa desgarbada marcó mi adolescencia, Monterrey está hecha de monstruosidades visibles e invisibles. Una de las más claras son los abismos físicos que parten la ciudad. A mí me gusta el ejemplo de la Sierra Madre, pero él menciona Loma Larga, un pequeño cerro que cruza de norte a sur y de oriente a poniente, frontera topográfica y social. Línea que separa a quienes pueden cenar con vino francés de miles de dólares de aquellos que, como él en su infancia, a veces no tenían ni para comer.

“Algunos chavos le dicen a la zona de San Pedro Garza García el West End, en broma. Pero es un chiste con filo”.

Joaquín cuenta que creció en la vera de un camino a Roma (a Roma, Texas, cerca de la París, Texas, de Wim Wenders), en una zona obrera donde las promesas del gobierno eran anuncios, nunca obras.

De hecho, cuando hace unos años se anunció un ramal del metro que pasaría por ahí, el escritor pensó que algo cambiaba por fin gracias a los nuevos tiempos. Pero la construcción se detuvo trescientos metros antes de entrar a la colonia más populosa de la zona. “No se nos consideró. Ni siquiera para usar el metro”.

La segregación social y urbanística tienen larga historia. A finales de los setenta, en la colonia Country —barrio acomodado con nombre importado— se levantó una barda altísima para separarla de una colonia popular recién creada junto a ella. La petición fue explícita: evitar la “invasión”.

El temor al invasor no nació ahí, explica Joaquín con su voz diáfana: viene de siglos atrás, cuando Monterrey era frontera asediada por apaches y otras naciones originarias, y las familias blancas guardaban escopetas para “matar indios” si se acercaban a sus casas. “Ese temor a la invasión perdura desde tiempos inmemorables hasta acá. Hay crónicas y leyendas y hay historias en las que las mujeres se quedaban solas en casa y lo primero que hacían era tener una escopeta para matar indios, así, de plano. Siempre crecimos con esta idea del invasor. Esta es otra de las cosas terribles que venimos arrastrando”.

Dicho miedo, mezclado con el culto regio a la apariencia y a lo material, ha creado una religión propia: “Aquí no tenemos la religiosidad de Oaxaca o Guerrero. Nuestra religión es mostrar lo que se tiene, no lo que se es: la casa más grande, el carro más nuevo… mientras tanto, la ciudad se resiste a invertir en vialidades amables o transporte digno”.

Joaquín describe Monterrey como una ciudad que vive en contradicción permanente: niega su mexicanidad, pero abraza imaginarios extranjeros; habla de progreso, pero no ventila sus heridas.

“No digo que esté condenada a la autodestrucción, pero la ciudad no se detiene a sanar”. La pandemia de covid-19 dejó esas tensiones al descubierto. Monterrey presume de ser capital del conocimiento, con universidades de prestigio y exportadora de cerebros, pero no logró una estrategia eficaz para contener el virus.

“Nos enorgullecemos de la ciencia, pero estamos dominados por el analfabetismo. Amamos el conocimiento y al mismo tiempo veneramos un oscurantismo medieval”. En ese contraste —la tecnología de punta frente a la precariedad educativa, el lujo obsceno frente a la exclusión sistemática— crecen pequeños monstruos individuales: “personas capaces de atrocidades que se presentan como hechos aislados, cuando son producto de una cultura que prefiere no mirarse, de una sociedad que está prácticamente siempre metida en una especie de esquizofrenia”.

“Estoy hablando con términos que no me gustan mucho porque no soy un especialista en cuestiones de salud mental, pero la ciudad en sí es esquizofrénica, porque se la pasa negando sus orígenes, negando su mexicanidad, levantando más y más y más muros de uno u otro tipo”.

***

Monterrey tiene una moral de acero inoxidable: reluciente por fuera, oxidada por dentro. Lo correcto no se discute: se impone. Lo diferente se expulsa o se esconde. Palabras como joto, sida, cárcel, deseo son blasfemias, pero Joaquín las escribió todas. Algunas sonaban en la lectura de sus crónicas como cuando alguien lanza piedras a una vitrina.

En los noventa trabajó con ABRAZO y otros grupos de salud que atendían a personas con VIH. Allí vio el verdadero rostro de la moral regiomontana: diagnósticos ocultos, tratamientos negados, culpabilización de los enfermos por haber amado mal. Vio cómo se prefería que la gente muriera antes que informar, aceptar o educar.

Escribió sobre eso con nombres, fechas y rabia, pero también con ternura. Porque sabía que esas historias merecían respeto, memoria y dignidad. No debían quedar sepultadas bajo la barda invisible de la vergüenza. En su mirada, Monterrey sigue fabricando muros y monstruos. Y él, desde la literatura, aún está empeñado en nombrarlos. 

Continuará


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Diego Enrique Osorno
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