
Ahora que estamos en plena temporada vacacional navideña decidí retomar una historia que di a conocer hace unos años en el desaparecido periódico vespertino de Monterrey llamado El Extra. Se trata de un relato tan caprichoso como críptico, por eso advierto al lector para que esté alerta de lo que viene.
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Alguien tocó a la puerta con insistencia poco común. El primero en pararse a mirar fue Oyervides, pero Sepúlveda lo detuvo asegurándole que era a él a quien buscaban. Nadie le dijo nada. Sepúlveda caminó hasta la puerta al paso que le permitían sus 67 años vividos en las desoladas calles de Agualeguas, tan llenas de nada. Cuando abrió esa puerta de nogal importado supo que la historia de sus días restantes sería distinta, más desagradable. Frente a él, impávido, como estatua de plazoleta estaba el viejo gato Keats, aquel que de niño había querido tanto al grado de llorar por días tras su intrigante huida, una mañana de primavera.
—Vengo a buscar a Oyervides— dijo el animal.
Luego entró al departamento y lo recorrió como si lo conociera de siempre, mirando la mesita de la recepción, una litografía mal impresa de Da Vinci, la alfombra persa y el bastón con el que Oyervides apoyaba el ocaso de su vida.
—Quiero que seas mi amo de aquí hasta que te mueras del cáncer que tienes o de lo que sea —decretó el gato Keats al encontrar su mirada con la de Oyervides, quien hojeaba el Selecciones del mes.
—Sí, está bien, como quieras —le respondió éste para luego ponerse a leer las citas citables de aquel frío diciembre.
Los días siguientes, el gato Keats vivió en ese desdichado departamento de Agualeguas, un lugar donde no se movía el tiempo y en donde Oyervides se la pasaba añorando en secreto a Minerva, la mujer que lo había dejado para irse a trabajar a una infame maquiladora de Matamoros en la que había encontrado la muerte, una noche de esas muy tristes, en las que los malditos homicidas salen a descomponer el mundo de los demás.
—Gracias por darme esta maravillosa despedida —fue lo último que se le escuchó decir a Oyervides, mientras el gato Keats lamía con cariño, lenta y cadenciosamente la palma de su mano que, poco a poco, se le fue poniendo fría hasta alejarse en definitiva del mundo de los vivos en el que todavía permanecemos nosotros.
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Cuando abrió los ojos, lo primero que Oyervides vio fue una mujer morena haciendo ejercicio frente a un televisor que quizá estaba apagado, quizá no. Creyó que había arribado al purgatorio, al cielo o a algún extraño destino de la muerte cristiana, pero se encontraba en la casa de la vecina del departamento de junto y ella no sabía que estaba ahí. Como si Oyervides fuera invisible o una cosa así, buscó una silla cómoda y descansó un rato viéndola contar las abdominales que hacía tirada en el piso.
Mientras contemplaba el esfuerzo solitario de la vecina, pensó en su infancia aunque luego dejó esa inquietud para sumergirse en otra: la del destino que le aguardaba al gato Keats. Aunque no era mucho, Oyervides le había dejado en herencia todo el dinero de las dos cuentas que tenía en Banorte y el título de propiedad del departamento, algo con lo que el gato Keats podría vivir bien un buen tiempo, sin tener que conseguir un nuevo amo o buscar la caridad de las viejitas del asilo local.
Sin embargo, la preocupación de Oyervides no era en realidad por el gato Keats, que a final de cuentas siempre fue muy listo; en la mente de Oyervides rondaba el temor de que el celo de Sepúlveda fuera mayor que su cordura e intentara hacerle daño al gato Keats por despecho, por odio o por alguno de esos débiles motivos que aquejan a los seres desalmados como Sepúlveda.
La vecina seguía muy concentrada en su un, dos, un, dos, del ejercicio físico hasta que el timbre sonó y tuvo que levantarse para abrir la puerta y toparse con el gato Keats.
—¿Acaso está por aquí Oyervides? Me pareció olerlo —interrogó el animal.
Aunque era refinada y amable, la vecina le contestó en tono grosero que no, que eso era estúpido y que no entendía la actitud de un gato como él. Cerró la puerta lo más fuerte que pudo y siguió con sus acrobacias hasta contar doscientas y decir en voz alta.
—¡Maldito seas Oyervides!, ¿por qué no te vas de una vez?
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Tiempo después de que publiqué el anterior relato de Oyervides en forma de dos columnas distintas en El Extra, cuando salía de un restaurante del centro de Monterrey, donde tomaba café con
Raymundo, Valdivia y Chuy, un tipo se me acercó lentamente, apoyándose en un bastón. Su cara estaba arrugada y por la mirada uno podía darse cuenta de que aparentaba más años de los que tenía. En voz baja, pero con mal tono me advirtió: “Deje de escribir sobre mí, se lo advierto por la buena. No me hace nada de gracia que diga que estoy muerto y que desconfío de Sepúlveda. Le insisto en que se lo estoy advirtiendo por las buenas maneras la primera vez, pero la segunda será con malas maneras”.
Al terminar su amenaza y luego de verlo irse, yo estaba desconcertado, pues suponía que ese viejo del bastón que ahora se abría paso entre la gente mediante codazos, era obviamente Oyervides. Por su semblante triste y su anticuada vestimenta uno podía pensar que en efecto se trataba del Oyervides de mis columnas, aunque había algo que no cuadraba del todo y eso era el color plateado del bastón donde apoyaba su cansancio. El auténtico Oyervides odiaba el color gris plata porque le traía malos recuerdos. Su abuelo, el teniente Oyervides, había muerto asesinado por unos bandoleros cuando custodiaba un cargamento de plata que el gobierno de Victoriano Huerta enviaba a los texanos.
Entonces, estaba claro que el verdadero Oyervides aborrecía ese color y sería imposible que lo permitiera en ese artilugio que casi se había convertido ya en una prótesis de su frágil cuerpo.
Regresé a tomarme dos tazas más de café y meditar bien lo que haría.
Ya antes he recibido amenazas de políticos molestos con la revelación de información, pero nunca me había sentido tan afectado como en este extraño caso, así es que por eso decidí publicar esto que me había pasado, solamente como protección ante lo que pueda hacer luego ese demente que se hizo pasar por el Oyervides de mi relato.
Aquí dejo constancia.
Diego Enrique Osorno