Racismo, xenofobia, homofobia... conceptos que, de manera pausada, comenzaron a instalarse públicamente en las últimas décadas a pesar de las lecciones de barbarie de otros tiempos. Extraño resurgimiento en distintas partes del mundo que debe combatirse con todos los elementos legales disponibles y sin ningún tipo de tolerancia.
En Europa, por cuestiones de guerras internas, la xenofobia (miedo, rechazo y odio al extranjero) aflora en las pieles más conservadoras, mientras el fascismo de algunos personajes desnuda su racismo tratando de que sus muros mentales se conviertan en muros de ladrillos (Trump, un caso, pero no el único, a juzgar por la cantidad de simpatizantes que tiene). Y en nuestro país y en todo el mundo brotes de eso y de homofobia, es decir, aversión a hombres y mujeres homosexuales.
Por diversas causas atendidas por estudiosos de fenómenos sociales, como el grave impacto en la salud, a la merma en la productividad con su discriminación laboral y a la gran cantidad de violencia y suicidios generado por la homofobia, es que se debe salir al paso contra aquellos que pretenden fomentar un discurso que va más allá del desacuerdo, de la sana discrepancia, sino que fomenta el odio y todo tipo de discriminación, agrediendo la dignidad de la persona que dicen defender.
No es un asunto nada más de sicólogos ni siquiatras, sino de toda la sociedad porque va en juego el tipo de convivencia que queremos, alejada de represiones e hipocresías por parte de falsos institutos de doble o hasta triple moral.
Porque este tipo de fenómenos de odio contra el que no solo no "es igual que yo", sino además un ser extraño, una amenaza, anteriormente era exclusivo de gobiernos totalitarios como el régimen nazi, el estalinismo y el franquismo, pero se han trasladado a los países con algún tipo de democracia, lo que supone libertades y la garantía de que se van a respetar.
Ese es el peligro: de que lo que se ha logrado avanzar en términos de libertades retroceda en las cavernas del tiempo por creencias o credos que solo han generado destrucción y violencia entre seres humanos.
En el caso de las marchas contra los matrimonios igualitarios, sin duda los participantes y sus promotores tienen todo el derecho a hacerlo, pero sin que implique agresiones ni sentimientos homofóbicos.
La iglesia Católica, igual que las demás religiones, así como las organizaciones patrocinadas por éstas o por iniciativa propia, deben revisar un poco la barbarie al calor de ideas como las que están saltando, además de encargar a sus especialistas en derecho revisar con rigor lo que la ley refiere sobre el tema.
Si no están de acuerdo con esas normas, tan fácil que es llevarlas al debate al seno del poder responsable de elaborarlas y buscar su modificación. Esto es distinto de atizar el odio para que alcance dimensiones culturales, con todas sus implicaciones.