Venezuela aseguró que no descansará hasta rescatar a sus nacionales, a quienes considera "secuestrados" en El Salvador, país al que Estados Unidos envió a más de 250 migrantes acusados de ser supuestamente integrantes de la banda criminal Tren de Aragua. El país del eterno intervencionismo y su nuevo aliado en América Latina, en cabeza de Nayib Bukele, deciden el destino de cientos de personas de una tercera nacionalidad que ni siquiera pudieron acceder a un debido proceso.
La deportación de migrantes venezolanos se hizo bajo el marco de una ley de 1978, conocida como de Enemigos Extranjeros, que permite al presidente de EE.UU. ordenar la detención y deportación de foráneos que amenacen la seguridad del país en tiempos de guerra, a pesar de la reciente orden de un juez de frenar por 14 días este tipo de acciones. Su último uso data de la II Guerra Mundial para deportar a ciudadanos de ascendencia japonesa.
Con la decisión de Donald Trump, todos los venezolanos mayores de 14 años que pertenezcan al Tren de Aragua, organización designada como terrorista por la Casa Blanca, se encuentren en EE.UU. y no estén naturalizados o sean residentes permanentes legales, pueden ser detenidos y expulsados.
Así como en su momento lo hicieron con migrantes colombianos deportadas y deportados, a quienes Trump calificó de “asesinos, capos narcos, miembros de bandas, la gente más ruda que has conocido o visto”, y de los cuales se supo posteriormente que ninguno tenía antecedentes penales, la Casa Blanca describió como “monstruos atroces y terroristas” a los más de 250 deportados venezolanos.
Sin ninguna prueba de vinculación criminal, más allá de la criminalización de la migración, Bukele se mostró orgulloso de los resultados de su trato con el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio. Sus “buenos oficios” le generarán, al menos de forma inicial y según información de la agencia AP, unos 6 millones de dólares. Seguramente, no sin que Estados Unidos olvide las denuncias por corrupción de miembros del Gabinete de Bukele en ese país y su conexión con las pandillas, así como las sistemáticas violaciones a los derechos humanos derivadas de la “política de seguridad” del nuevo consentido de Trump.
Parece que convertirse en el nuevo Guantánamo, este sí con voluntad del propio gobierno, traerá una nueva articulación entre mandatarios de extrema derecha que desprecian abiertamente la democracia. Mientras tanto, los migrantes quedan aislados de sus familiares, sus derechos suspendidos, y al vaivén de la poca transparencia en la información que caracteriza al Gobierno de Nayib Bukele.
Hay quienes aplauden o al menos se acostumbraron a las escenas cinematográficas en las que se retrata el desprecio por la condición humana, impulsadas por el mandatario salvadoreño. Sin embargo, cuando se violan los derechos constitucionales de una persona, todos nuestros derechos constitucionales están en peligro. No es ningún poder justiciero, sino la renuncia de un Estado a su obligación de preservar la vida y garantizar justicia.
La estrategia de Trump y Bukele no es solo una demostración conjunta de autoritarismo, sino un experimento político peligroso: la normalización de la violencia estatal contra grupos vulnerables, bajo la justificación de la seguridad nacional. La criminalización de la migración, sin pruebas ni debido proceso, no sólo destruye vidas y familias, sino que también sienta un perturbador precedente para futuras políticas de represión en la región.
Hoy son las y los migrantes latinos los convertidos en chivos expiatorios, pero mañana Trump irá por los negros, por las diversidades, y por toda y todo aquel que no encaje en su visión de nación. La pregunta no es sólo qué tan lejos llegará el mandatario republicano en su cruzada, sino hasta qué punto los pueblos y los gobiernos seguirán permitiendo que el miedo justifique la violación de derechos fundamentales.